José Morella
Bestiario
El pensador norteamericano
Christopher Lasch, en su libro
The minimal self, interpreta la idea de paranoia en las novelas de Thomas Pynchon como un síntoma de la radical mengua de identidad del ser humano en nuestros días. Lasch piensa que la identidad -el self- vive hoy parapetado y empequeñecido dentro de una coraza para defenderse de una amenaza de desintegración. En lugar del antiguo imperial self, ahora necesitamos un self mínimo para poder mantenerlo y vivir sin descalabros psicológicos. Hacemos de nuestra identidad una bicicleta en lugar de un Mercedes. No esperamos nada del futuro ni miramos el pasado: vivimos día a día. Sabemos que todo nuestro proyecto de vida (familia, trabajo, imagen pública) se puede ir al garete de un momento a otro, y eso nos vuelve unos gallinas. Nos achicamos. En el estilo posmoderno de Pynchon (esa red de microhistorias y tramas engarzadas por personajes que hablan de ellos en tercera persona y que parece que se imitan a sí mismos, esa obsesión por presentar todas las versiones de una misma cosa, ese collage enciclopédico de micropiezas para un mismo fin neurótico) Lasch ve precisamente eso: la eliminación de todo intento de profundidad psicológica o metafísica. La justificación de que, ni en literatura ni en ningún otro lugar, es posible ya mantener una identidad fuerte y, en última instancia, la idea de que tal vez no valga la pena decir nada acerca de ningún asunto. Los personajes de Pynchon ven conspiraciones por todas partes. En El arco iris de la gravedad hay una conspiración mundial, para la que millones de funcionarios trabajan sin saberlo, relacionada con el V2, el primer misil balístico de la historia, que fue desarrollado por la Alemania nazi. Esos personajes son la expresión última y más profunda de la paranoia. A eso se reduce su identidad: a descubrir conspiraciones. Pero al mismo tiempo, si nos burlamos demasiado de los conspiranoicos, resulta que acabamos corriendo el peligro opuesto: la antiparanoia, que es tanto o más inquietante. Consiste en creer que todos los hechos que suceden en el mundo son absolutamente independientes y no están vinculados entre sí en modo alguno. Eso significaría que es imposible desconfiar de nada, puesto que la conspiración de alguien contra nosotros no puede darse: nadie se conecta entre sí para engañarnos. Este grado cero de la paranoia es la mejor definición que conozco del adejetivo reaccionario. El que reacciona ante las fundadas sospechas de los demás. Total, que una de dos: o somos locos que vemos enemigos en todos lados, o somos estúpidos a los que el poder fáctico les mete goles por la escuadra constantemente, puesto que no vemos esos goles o, cuando los vemos, nos parecen inevitables, inmotivados, como si nadie hubiera querido lanzarnos el balón. Un ejemplo de estructura paranoica serían las películas de Michael Moore o el filme Zeitgeist (aunque confieso que a mí me parecen historias verosímiles; es decir, que o no son paranoicas o yo sí que lo soy). Y un muy claro ejemplo de antiparanoia serían todos esos que niegan el cambio climático o el dolor físico de los toros cuando les clavan las banderillas. O pasa todo, o no pasa nada. Según Lasch, ya no tiene sentido escribir una novela en la que los personajes intenten profundizar en su alma, en su propio dolor. Ya no se suele escribir algo como esto que escribió Jules Renard en su diario: “He despreciado demasiado la opinión de los demás en los asuntos importantes, consultado demasiado a los demás en los asuntos triviales... He disfrutado demasiado compadeciendo la desgracia de los demás. Adquirido un aire de hombre aplomado, seguro de sí mismo. He hecho demasiado el crío con mis maestros, y, con los más jóvenes, el gran hombre sencillo, genial a mi pesar... Leído demasiados libros de Coppée para demostrarme que soy más listo que él”. Esta franqueza, esta búsqueda decimonónica de mostrar quién es uno verdaderamente, de confesar, nos suena mucho más valiente y sincera que lo que se lee en muchas novelas de hoy. En eso, me parece claro, Lasch debe de tener algo de razón. Pero no sé. Tal vez la sinceridad -válida y necesaria- de Pynchon sea la de vivir encerrado en la sospecha, entre la paranoia y la antiparanoia. Yo también me reconozco a veces entre esas dos paredes, y supongo que a mucha gente le pasa. Ese es el único modo que Pynchon encuentra para ser él mismo, un modo por fuerza diferente al que Renard encontraba hace más de cien años. A mí me enternecen ambos por igual, y creo comprenderlos. Pero Pynchon, además, me da un poco de miedo. Me retrata demasiado.