Miró a su alrededor y después inclinó su cabeza y se encontró de nuevo con la hierba y las piedras.
Más tarde levantó la cara hacia el sol y le observó bailar, ligeramente, en el espacio azul. Y se le alegró el corazón.
Un día, el horizonte se cubrió de nubes blancas que poco a poco se fueron emborronando de gris. De pronto, unos fogonazos de luz salieron del aire para impactar en la tierra y un horrible estruendo le espantó.
Gritó: ¿quién hay ahí?
El silencio penetró sus orejas y la incertidumbre se adueñó de su corazón. Su cuerpo, tan acostumbrado al rugido de los leones, se puso a temblar.
Pasó el tiempo sin medida y las respuestas comenzaron a brotar:
Alguien enciende las mañanas.
Otro mueve las nubes y la luna, y alguien, más allá, suelta el fuego que le quema las manos.
Y algunos otros, simples colosos, agitan las aguas del mar y hacen crecer frutos en el campo.
Y a todos hay que temer, porque a su voluntad estamos sujetos.
Pero un día, los dioses se pusieron de acuerdo para aterrorizarle, y las tierras se movieron y los mares gritaron confundiendo a las nubes. Y de nuevo atemorizado preguntó: ¿quién hay ahí?
Al cabo de un tiempo encontró una respuesta que dominó su angustia: existe un único ser que maneja nuestra suerte: empuja lo bueno y bello, pero él mismo, cuando se enfada, propicia la maldad.
Uno sólo ordena cada cosa y todos le obedecen: el sol, la tierra, el rayo, el mar y las nubes.
Y sus ofrendas se dirigieron ya sólo a ese ser de brazos largos que llegaban a cada rincón de lo visible.
Pero el tiempo, ese viento regidor mayúsculo y desconocido, siguió corriendo.
Y para entretener las horas, el humano se puso a curiosear y a calcular cómo crecían las cosechas; indagó sobre lo que obliga a la luz del cielo a volverse unas veces gris, otras veces agua y otras agujeros negros. Aprendió qué fuerza le sujetaba a la tierra y qué poder escondían las entrañas de las células.
Cada respuesta quitaba energía a su ingenuo ser-director y, un día, cansado de tanto investigar, se sentó en la piedra que da forma al mausoleo de papel y tinta de sus antepasados, y contemplándose desde dentro dijo quedamente:
No hay nadie. Estoy solo.
Y, por encima de su metálica desesperación, una potente voz salió de su prisión, y creció libre y sin palabras: había perdido la fe en las respuestas y las preguntas eran ya innecesarias.
Y así comenzó a penetrar en la única virtud que calmaría su inquietud y aprendió a hacerse amigo del tiempo.