Pocas novelas han despertado en los últimos tiempos la controversia desatada por la publicación de Las benévolas, una obra sorprendente y polémica desde su misma concepción por parte de un joven autor de origen judío (neoyorquino de nacimiento pero criado en Francia), capaz de sumergirnos a lo largo de mil apretadas páginas en el más infernal de los escenarios concebidos –con permiso de Hiroshima y Nagasaki– por el ser humano: el frente oriental en la II Guerra Mundial, allí donde la Alemania nazi pretendió forzar la creación de su espacio vital.
Una novela brutal, despiadada, apta sólo para lectores con estómagos de hormigón, en la que su autor no escatima en bestialidades ni en escatología –imaginería gore aplicada a una realidad histórica– en su esfuerzo denodado por ponerse a la altura de los acontecimientos que narra. ¿Qué necesidad hay de someterse a estas alturas a algo así? ¿Se trata acaso de una obra para sádicos y masoquistas?, se preguntarán algunos. Y, sin embargo, la novela engancha. Más allá de la fascinación por el horror se halla el deseo de comprender cómo fue posible algo así, un anhelo que una y otra vez se revela imposible de satisfacer –¿cómo explicar, si no, la vigencia de unos acontecimientos producidos hace más de sesenta años?– pese a los intentos de escritores tan dotados como el propio Jonathan Littell.
A pesar de ello Las benévolas se revela muy útil en su capacidad para situar al lector en el interior del complejo mecanismo que desembocaría en el exterminio sistemático de millones de personas, de la mano de un oficial de las SS cuya carrera progresa en el transcurso de la guerra hasta situarse en los aledaños del más alto escalafón donde se gestaron tan macabras decisiones. A través de él nos familiarizamos con los problemas técnicos e ideológicos que se fueron suscitando según se progresaba en la ejecución de lo que se acabaría denominando “la solución final”: los iniciales fusilamientos masivos, la llegada de los primeros prototipos de camiones concebidos para gasear al pasaje, los debates antropológicos para establecer el posible origen judío de una determinada tribu caucásica, el conflicto entre la necesidad de abastecer de mano de obra a las fábricas del Reich y la voluntad de eliminar físicamente a todos los judíos o la evacuación de los campos de exterminio ante el avance soviético.
Sin embargo, según progresa, la novela se expande e indaga en aspectos de fondo que la dotan aún de mayor interés: el envilecimiento absoluto que acompaña a la guerra, la lógica despiadada del ideario racista del nacionalsocialismo, la corrupción y descomposición interna del régimen nazi, el desquiciamiento del derrumbe; todo ello unido al placer morboso de ver a altos cargos de la Alemania nazi desenvolverse con un pie en la ficción y otro en la realidad histórica. Habrá quien prefiera aferrarse a la visión del nazismo como una creación propia de monstruos en lugar de seres humanos, aunque a la postre –nos recuerda Litell– esto último es lo que fueron.
Una novela, en definitiva, incómoda por las cuestiones que plantea –el autor insiste en la idea de que una sensibilidad artística y una disposición hacia la cultura no son incompatibles con el cultivo de los más bajos instintos– y provocadora dada la catadura moral de que hace gala su protagonista, el cual no se preocupa de ocultar su desprecio hacia quienes se sientan legitimados moralmente para juzgarlo. El hecho de escribir sus recuerdos sin contemplaciones, en lugar de ocultarlos sea por vergüenza o por precaución, le define. Personajes así son la mejor garantía de que lo que sucedió puede volver a repetirse. Pese a lo que desearían creer los bienpensantes, el mal está aquí, con nosotros, y vino para quedarse.