En tu primera novela, La fatiga del vampiro, publicada por Bassarai, nos presentas un escenario inquietante y consigues un grado de angustia y desazón que acompañarán al lector hasta la última página. Aquí, aunque repites ese esquema, nos sorprendes con un final casi feliz. ¿No te tentó la posibilidad, seguramente más real, de dotar a la novela de un final dramático?
No sé si el hecho de que triunfara el delirante proyecto de Isabel hubiera dotado a la novela de un final más realista, y tampoco sé si el realismo me interesa demasiado. A mí me interesaba tan solo escribir una novela en la que hubiera un intenso conflicto de poder que provocase una búsqueda espiritual. Los personajes salen de esa búsqueda muy afectados, modificados espiritualmente. Diferentes. Por otro lado, no creo que el final sea tan feliz. De hecho, me parece que la novela se termina con la presentación del inicio de algo, de otra fase en la que los personajes, más curtidos, tendrán que trabajar más duro para seguir estando ilusionados con sus vidas.
Tampoco estoy seguro de que los inicios y los finales sean más importantes que cualquier otro punto de una narración. A veces la impresión que un lector saca de una novela, esa frase o imagen que se le quedará en la memoria, está en cualquier parte, en cualquier diálogo, en cualquier detalle en el que el autor trabajó menos que en la página final.
Como rebelde que eres, y con la frialdad con la que analizas las situaciones más extremas, ¿qué buscas cuando escribes: aleccionar, hacernos pensar, emocionarnos o simplemente contarnos una historia?
Creo que he buscado hablar de los espacios de libertad que, a fuerza de no ser transitados, se van cerrando poco a poco de manera dramática. La debilidad de las personas mayores reside precisamente en que ellos saben o intuyen que su propio lenguaje es puesto en cuarentena por el resto de la sociedad cuando no interesa escucharlo. Me he esforzado por que el lenguaje sea claramente visto como herramienta y a la vez como arma, como defensa y como ataque. Roberto, cuando intenta razonar con su hija, sabe que sus propias palabras pueden ir a su favor o en su contra, y eso hace que se las piense demasiado, que deje de ser un Roberto espontáneo. Pierde autenticidad y su identidad se debilita. Es lo mismo que sucede en las dictaduras, pero a escala menor. Todo lo que digas podrá ser usado en tu contra, pero eso que digas es, al mismo tiempo, tu única salvación posible. Si no dices nada por miedo, un espacio más de libertad se habrá clausurado. Hoy existen en nuestro país, por ejemplo, las llamadas «abuelas esclavas», que tienen miedo de perder el amor de sus hijos si se quejan o se rebelan. Es, básicamente, un problema de poder que se dirime en el campo de batalla del lenguaje. Lo mismo les pasa a los inmigrantes o, trágicamente muchas veces, a las mujeres maltratadas por sus parejas. Pero puede pasar en cualquier relación de la vida. Creo que debemos volver a dar importancia a la retórica y a la dialéctica, que, en última instancia, conducen a la ética. Pero el mundo no va por ahí...
¿En qué media cambia las cosas el hecho de ser reconocido y publicado por Anagrama?
Aún no lo sé. De lo primero que me he dado cuenta es de que tengo que ser más humilde y menos egocéntrico, y eso es difícil cuando se es egocéntrico. Supongo que voy a aprender mucho, y que mi manera de enfrentarme al trabajo va a cambiar, pero no sé prever cómo va a hacerlo. Espero que me dé seguridad y tranquilidad, y que me quite la angustia y la prisa por publicar. En nuestro mundo cuesta evadirse de la cultura del éxito, escribir sin tener en mente que van pasando los años sin que las editoriales le hagan caso a uno. No sé, ahora simplemente estoy muy contento, muy ilusionado.
Lector apasionado, profesor de castellano, tecleador compulsivo y amante de la buena literatura, ¿cómo vives tú la escritura?
Pues hay días en que la vivo con una gran alegría, una especie de frenesí de trabajo que no sé de dónde me viene y que le da sentido a todo, pero otras veces me parece justo lo contrario, un fardo pesado que me quita todas mis fuerzas y mi tiempo, y me siento como esas personas que padecen el síndrome de fatiga crónica. De momento, soy incapaz de plantearme la vida sin escribir. Tampoco lo digo como si escribir fuera algo trascendental o importante. Me irrita la visión idealizada que algunas personas tienen de la escritura y de la lectura. A veces se lee cuando no se tiene otra cosa que hacer, para llenar vacíos de tiempo, para no mirarse a uno mismo. Hay gente que se pone a jugar con el teléfono móvil, a hacer sudokus, a fumar o, incluso, a comer, lo que sea para no pararnos un momento y pensar en nuestras vidas. Supongo que leer no es lo peor que uno podría hacer, porque leyendo me he topado, a menudo, con cosas de mí mismo que no me esperaba. Huyendo de mí, me he encontrado un poco. Pero también puede ocurrir lo contrario: que tu vida entera pase de largo mientras tú estás leyendo. No me gustaría nada que me pasara eso. Toco madera.
Háblanos de tus proyectos de futuro.
Estoy enfrascado en una historia en la que pretendo mezclar personajes ficticios con otros históricos, situada a principios del siglo XX. Me apetece crear algo a partir de unos personajes históricos de segundo orden, poco conocidos y cuyos proyectos de vida no fueron exitosos. Sus biografías dejan lagunas desde las que tengo la impresión de que escribiré muy a gusto. Pero la cosa está todavía en pañales: sólo con el proceso de investigación llevo más de un año. También quiero escribir un libro de cuentos, un proyecto que dejé a medias hace algún tiempo.
Finalmente, ¿cuándo podrán nuestros lectores encontrar tu novela en las librerías?
Está desde el jueves 5 de febrero.