Juventud, de J.M. Coetzee, se enmarca en el género de las novelas de formación y aprendizaje basadas en la experiencia del artista en ciernes, ese en el que aún campea el Retrato del artista adolescente de James Joyce, uno de cuyos requisitos es la fuerte carga autobiográfica de lo narrado, de modo que el lector encuentre inspiración en la experiencia acumulada por el autor consagrado una vez que éste decide echar la vista atrás.
Elemento recurrente en esta clase de novelas es el abandono premeditado del escenario de la infancia –o la fuga, por emplear una fórmula más rotunda–, a menudo también del país, de la sociedad en la que se creció, y la necesidad de disolver lazos y condicionantes familiares para labrarse la propia identidad mediante la búsqueda en un ámbito de máxima libertad.
El destino elegido por el escritor sudafricano es el Londres de color gris ceniza previo a la era Beatles. Allí experimentará en toda su dimensión la clásica alienación que las grandes capitales reservan a los forasteros con inquietudes recién llegados, como si disfrutaran sometiéndoles a un severo tratamiento de soledad y desarraigo que les lleve a replantearse, más pronto que tarde, sus nobles aspiraciones.
A ello se une la dificultad de conciliar las inquietudes artísticas y las exigencias que el sistema impone al joven que se incorpora a él, en especial la necesidad de procurarse un sustento suficiente y los compromisos que ello conlleva –asunto también de actualidad gracias a la recuperación de Revolutionary Road; una interesante coincidencia que el protagonista de Coetzee, coetáneo de los de Yates, acabe a su vez embarcado en un programa de desarrollo de computadoras–, al tiempo que se mantiene viva la ambición artística –como poeta en el caso que nos ocupa–. En definitiva, la difícil inserción y adaptación de un joven con ínfulas creativas en una sociedad asentada en valores como la sumisión y la productividad.
Nos familiarizamos con las filias y fobias del protagonista según divaga sobre sus modelos de creación literaria y, a través de ellas, de su visión de las cosas. Las penalidades padecidas adquieren sentido en la medida en que habrán de servirle de combustible para alumbrar su impulso creativo, porque entiende el sufrimiento como una condición intrínseca al artista.
Valiéndose de una prosa tersa, casi áspera aunque agradable al tacto, la novela rebosa de dudas propias, las de un joven que ha optado por seguir su propio camino, garantía, por tanto, de dificultades, de incertidumbre e inseguridad, reflejadas en sus frustrantes lances sexuales y amorosos, así como en el desasosiego inherente a quien siente que no encaja.
Como es natural, una novela titulada Juventud no osa dar respuesta a los innumerables desvelos de su protagonista. Sólo la propia experiencia estará un día en condiciones de satisfacer tan grandes interrogantes. Aun así, sus páginas aparecen sembradas de claves y cada cual se fijará en aquellas que mejor se adapten a sus circunstancias. Como ejemplo, quien esto escribe se identificó con el surgimiento en el protagonista del anhelo de escribir sobre la realidad y las circunstancias históricas de su propio país desde la distancia.
Juventud garantiza compañía y cierto consuelo, y sirve como reflejo al modo de un espejo, cómplice pero provocador, a aquellos jóvenes inconformistas de todas las edades que albergan inquietudes artísticas. Pero su lectura aprovechará también a quienes sientan el deseo, o el interés, de comprenderles –además de, como es lógico, a los incondicionales del Nobel sudafricano–.