En lo alto de mi escalera hay cuatro puertas. Yo vivo en la del fondo, a la derecha. Habito un pequeño estudio desde los treinta, y pronto cumpliré los treinta y seis. Aunque... sin embargo, jamás tuve noticia ni tropiezo con vecino alguno; y ahora que lo pienso, jamás vi a nadie allí, en el portal, ni siquiera en las escaleras.
Creo que mi casa no es normal; posee algo extraño que me produce vibraciones; ni buenas ni malas, sólo eso. A menudo tengo la impresión de que ese lugar, cada uno de sus escalones, incluso la pintura de las paredes y la lámpara, pertenecen a otro mundo, quizá onírico, como en una ilusión. Sin embargo, ¡yo estoy vivo!
Me atormenta el desconocimiento que me rodea y siento la necesidad de descifrar el misterio. Hoy, cueste lo que cueste y al regreso del trabajo, lo averiguaré. Aunque sea lo último que haga. Lo siento próximo, impaciente.
Ya estoy en el portal. Decidido, subo una a una las escaleras; silencioso, extremando precauciones. Me desborda el saber quién o qué se oculta tras esas puertas. Baboseo.
En lo alto de la escalera, mi corazón palpita. Sé que nadie me verá, pero actúo temeroso. Y me posee un terrible escalofrío cuando abordo el pomo de la primera puerta, la siguiente al estudio. Abro: todo permanece oscuro, el negro se me queda corto; ni siquiera existe la sombra, y miro la luz de la escalera aunque parece negarse a proyectar mancha alguna sobre el interior del ¿estudio? Muevo, abriendo y cerrando la puerta, jugando con la luz y su efecto, sin respuesta física de la sombra. Nada.
–¿Hay alguien ahí...? –y no existe el eco. Me invade una sensación de vacío, un frío y la nada. Asustado, cierro la puerta e intento normalizar mi entrecortada respiración, de espaldas y apoyado sobre la puerta, pálido, sudo, sudor helado. No sé cómo podré vivir a partir de ahora, consciente de lo que se oculta tras la pared de mi dormitorio. No encuentro adjetivos para describir lo que allí he percibido.
Y entreabro, con extraña decisión –mezcla de temor y aturdimiento–, la segunda puerta:
Azul, todo azul; no veo paredes ni esquinas, ni rayas ni suelo. Me quedo un momento pensativo, rozando el éxtasis –más bien perplejidad–, descubriendo finalmente que es «la puerta del azul», azul brillante. Sin más, no se me ocurre otra cosa. Penetro unos metros.
–¿Hay alguien ahí...? –el eco resuena y mis pies pisan firme, pero allí todo es azul, ni siquiera se advierte superficie alguna; existe suelo o algo parecido, lo piso pero no es rugoso ni pulido, sólo azul. ¿Acaso el cielo infinito? De veras que no entiendo nada y salgo escapado, temeroso de que la puerta se cierre por sí sola y me quede encerrado. ¿Quién acudiría en mi auxilio? ¿Es esto el cielo y aquello el infierno...? No es humano, desde luego, no pertenece a este mundo. O quizá sí.
Cierro la segunda puerta y pienso, pienso tanto que no sé lo que pienso. Saco los cigarrillos y mis manos tiemblan; se me cae el paquete y golpeo mis bolsillos en busca del mechero. Enciendo un cigarrillo, le doy dos caladas y lo tiro... ¡Oh, Dios! ¡Me voy a volver loco!
Debo continuar, hasta el final.
Me acerco a la tercera puerta, verborreando... hablando solo. Mis labios emiten vocablos sin sentido, susurros... Palpo pero no hay pomo, tampoco puerta: es un cuadro, una pintura, ¿acaso una broma? ¿Quién puede quererme tan mal? No hallo explicación alguna a lo que me está sucediendo. Suspiro y suspiro.
Derrotado, retorno cabizbajo y sin ninguna prisa a mi estudio. Una vez allí, cierro la puerta y me tumbo sobre la cama, boca arriba, confuso, extrañamente tranquilo.
Mirando a la bombilla, doblo mis brazos con las palmas de mis manos bajo el cuello; resoplo y me digo a mí mismo:
–Ahora que ya sé lo que hay detrás de las otras puertas, ¿en qué pensaré a partir de ahora?
Desalentador.