Con la primavera llegan las ferias del libro a todas las ciudades del país. En una ciudad de provincias, como Granada, la fiesta del libro se vive con cierto regocijo y estrecha fraternidad entre los amigos que tenemos al libro como lazo de unión. Siempre llega a finales de abril, con la lluvia de la primavera cayendo melancólica sobre el empedrado de las viejas calles. Son días de tertulias improvisadas en los cafés del centro de la ciudad, con recomendaciones de libros que nos han dejado, en reciente lectura, un grato recuerdo e intercambio de ideas y proyectos en un tiempo tan difícil para los sueños literarios.
La feria del libro es también la gran fiesta de las vanidades literarias, con el anuncio a bombo y platillo de cientos de novedades de autores extranjeros o autores patrios, muchos de estos últimos con un recién premio mediático bajo el brazo, un buen anzuelo de las grandes editoriales para pescar lectores poco avezados en los ríos revueltos de las letras. Lo malo es que estos lectores suelen ser muchos, y de ahí la distorsión existente en el mercado literario. Sin embargo, eso ha sido así desde hace mucho tiempo y tampoco es cuestión de estar siempre quejándose. La literatura de urgencias siempre ha convivido con la literatura de profundo existir.
En las ferias del libro, las casetas de las librerías se mezclan con las casetas de las editoriales; en una ciudad de provincias suelen ser editoriales medianas o pequeñas y, para un servidor, las casetas de estas editoriales suponen el mejor festín de toda la feria. Durante estos días es cuando uno se da cuenta de la vital importancia que tienen estas editoriales para el mantenimiento de una literatura de calidad en el mundo de las letras. Sin ellas, la literatura sería como un monótono jardín donde siempre se contemplaran las mismas flores y los mismos árboles. Las editoriales minoritarias son las que asumen más riesgo en el mundo de la edición, las que dan más oportunidades a los escritores sin apenas recursos mediáticos y las que temen menos caminar al borde de profundos acantilados, con el peligro de caer en el abismo, como les suele ocurrir a menudo a muchas de ellas, estrellas fugaces en el firmamento editorial. En la feria del libro, un servidor sólo se para en las casetas de estas editoriales, porque para comprar en una librería siempre nos queda el resto del año.
Pero vivimos en un tiempo de agresivas políticas regionalistas, y la literatura no se ha podido quedar al margen de la ortodoxia cultural impuesta por la política. Se echan de menos la presencia de editoriales que no pertenezcan geográficamente a la comunidad autonómica donde se celebra una feria. Primar lo nuestro sobre lo demás es una norma que aflige a todas las regiones de este país. Eso se refleja en la disposición de las casetas de la feria, y realmente es una pérdida para la cultura. A la literatura no se le debería marcar un territorio, porque la palabra no tiene patria. Los libros deberían volar libres de un lado a otro, como los pájaros que emigran en búsqueda del sol sin saber que el ser humano un día dibujó e impuso fronteras sobre los mapas. Y los lectores deberíamos ser como esos pájaros que van en busca del sol haciendo caso omiso de las fronteras que nos están imponiendo los políticos. La palabra no tiene patria ni mapas donde quedar enclaustrada.