José Morella
Bestiario
Últimamente se habla bastante de cómo Internet puede estar cambiando el modo en que leemos y pensamos. Para los más pesimistas, nos está volviendo unos imbéciles, y para los optimistas –grupo en el que me incluyo– simplemente nos está cambiando. Apareció hace no mucho un
artículo espléndido y muy bien documentado sobre el tema. Habla, entre otras muchas cosas, del efecto que la máquina de escribir tuvo en la prosa de Nietzsche, así como del escrúpulo de Sócrates por la escritura: dos ejemplos de cómo mucho antes de McLuhan se tuvo ya una aguda intuición de que el medio y el mensaje, etcétera. Resumiendo –mucho y mal– la cosa: se ve que los procesos cognitivos que se dan en nuestra mente durante la lectura están en plena crisis o revolución. Ahora nos concentramos menos que antes y durante menos tiempo; leemos a chispazos, en horizontal y fijándonos en distintos puntos de la pantalla a gran velocidad. Activamos distintas partes del cerebro. Hacemos cosas distintas con la información que recogemos.
Leyendo el artículo recordé (y busqué y releí) un fragmento de
2666 en el que Bolaño hace algo que no puede dejar de impactarme, por lo sencillo y efectivo que es: en lugar de escribir literalmente en forma de diálogo el contenido de una conversación telefónica entre Pelletier y Espinoza, esos raros
Jules et Jim de biblioteca, acerca del trío amoroso que mantienen con Liz Norton, el escritor chileno se marca esto: “[...] la palabra destino se empleó diez veces y la palabra amistad veinticuatro. El nombre de Liz Norton se pronunció cincuenta veces, nueve de ellas en vano. La palabra París se dijo en siete ocasiones. Madrid, en ocho. La palabra amor se pronunció dos veces, una cada uno. La palabra horror se pronunció en seis ocasiones y la palabra felicidad [...]”. Así sigue Bolaño un trecho más, enumerando palabras y frecuencia de uso de las mismas durante la charla telefónica: resolución, solipsismo, eufemismo, categoría, estructuralismo, literatura norteamericana, cena, cenamos, desayuno, sándwich, ojos, manos, cabellera. Se trata de una trasposición al papel impreso de lo que hacen muchas páginas web. Seguramente ustedes saben a lo que me refiero: las
nubes de palabras, que se encuentran al lado de una noticia o una crónica y nos dan cuenta, de un solo vistazo, del contenido del texto. Nuestros ojos captan la nube de golpe, en décimas de segundo, como si en la oscuridad de la noche, campo a través, un relámpago nos permitiera ver un sendero o una casa. Bolaño recoge ese recurso de lectura típico de nuestro tiempo y de nuestro universo virtual –gracias el cual, por mucho que a los espíritus apocalípticos les pese, se lee mucho y, sobre todo, más a menudo– y lo introduce con naturalidad, sin aspavientos y por supuesto sin complejos en el antiguo paradigma, al que él pertenece: el soporte de papel. El libro. Para hacerlo tiene que quitarle el elemento de velocidad extrema, de prisa, de presión por absorber el sentido de las cosas. Le da lentitud, lo derrite, se lo hace suyo. En un libro, que es un soporte antiguo –que no viejo–, le da un sentido nuevo a lo nuevo. No necesita
hablar de algo para integrarlo en su obra y en su oficio. Su oficio era la realidad: decir la realidad. Y, con ese talento y esa absoluta falta de apremio por demostrarle nada a nadie, con esa humildad que, en él, era lo mismo que la conciencia serena y lúcida de ser un escritor incontestable, la decía.