El dilema moral también se diluye en el mar y provoca nostalgia aunque el presente regresa con el peso de todos. Queda un consuelo de soledad en quien se ve atravesado por la daga de la biografía. La constancia de lo simple aclara la expresión porque lo básico es siempre veraz, y la conquista contiene una derrota. Aunque si nada se tiene no hay que temer a los barrios más pobres del recuerdo. No sabemos el porqué de nuestra entraña, pero formulamos nuevos deseos a diario. La pesada carga de uno mismo, y de la existencia común, interpela sobre el peso y el fin de las palabras, y en ese vértigo de la especie quizá lo mejor es huir, refugiarse en la grieta. Porque hay un alarido de reproche al tiempo por el castigo que impuso. Porque hay un grito de reprobación a dios por el extraño cariño que nos tiene. Mas la vida sigue abriendo puertas al misterio de su altivo orgullo, y el poeta pide de tú a tú volver al origen, al don de la palabra, al momento en que alumbró –sueño y pesadilla– el lugar que el destino le había reservado. Dicen que la identidad del poeta es la del ángel caído. Dicen que su condena es la mirada que oye hablar al paisaje. ¿Y por qué nadie? ¿Y por qué nadie es también ángel caído? Si en el amor nada se encuentra. Si al calmar el apetito nos sentimos culpables. Queda un deseo de seguir siendo buenos a pesar del sufrimiento. Ese que sienten otros seres callados. Que no sienten ni por asomo los que mienten. La elegía enseña a sentir. La confesión a olvidar. El retrato a entenderse. A ser honrado la vida.