Vaya por delante que me gustan las mil caras de Neil Young. La del jinete eléctrico que cabalga a lomos de sus raídos Crazy Horse; la del hippie que bebió con Bob Dylan de las fuentes del folk; y la del vaquero de sombrero Stetson y traje de lino listo para la fiesta del heno, donde entonará sus canciones acompañado de la vieja guitarra que Hank Williams acarició antes de morir.
Sin embargo –y aunque su último trabajo, Chrome Dreams II (2007), puede escucharse como compendio de estas facetas–, hay un disco exclusiva y sugestivamente country, publicado en 1983 por Universal y reeditado en 2000. Me refiero a Old ways, cuya portada es una completa declaración de intenciones: una colina amarilla, un cielo azul y un camino de grava por donde se aleja, vestido de azul vaquero, un Neil Young con sombrero.
El disco tuvo todas las características de una superproducción: arreglos de cuerdas, colaboraciones estelares (Willie Nelson, Waylon Jennings, un joven Bela Fleck) y una de las producciones más mainstream de la carrera de Young. Quizá por ello fue recibido en su época por la crítica y el público menos avisados como una traición a los principios under-ground del canadiense, quien sólo cuatro años antes, en 1979, había derribado a golpe de distorsión los muros de varios auditorios con Rust never slepps, su primer disco punk donde homenajeaba a Jonny Roten.
Pero así era, y sigue siendo, el feroz canadiense de la voz dulce: camaleónico y libre, suave y desgarrador. En Old ways se pegó un atracón de country con estilo donde brillaban piezas como “Misfits”, “Are There Any More Real Cowboys?” o “Bound For Glory”, una hermosa canción de carretera con una pareja de perdidos de la vida rodando por la Trans Canada Highway.
Escuché a Neil Young hace unos meses en Madrid. Aguerrido, con pulso, vestido de blanco y metiendo ruido. Agradecí que el viejo superviviente siguiera con brío, fiel a su leyenda indómita y rindiendo homenaje a los Beatles en su único bis. Y todo ello sin parafernalia de grandes giras como otros reptiles (por lo que reptan) del rock de los sesenta. Volví a mi ciudad por una carretera rodeada de campos amarillos; cansado y feliz, mecido por la dulce armónica del viejo de Toronto.
Por eso recomiendo este disco. A quien conozca otras vertientes de Young; al amante del country; y a quien crea, con llaneza, en la lírica de los paisajes amarillos. Colinas, llanuras, cerros, una puesta de sol donde todos los colores del cielo terminan en tus ojos, un sombrero y unas botas desgastadas cuando declina la tarde y la brisa besa el cereal como una balada tus oídos. Dejarse arrullar por los violines, por la still guitar, por la armónica y por el harpa de boca mientras Young canta al cielo de California y dice, sin nostalgia ni pena, que todos los colores están en el cielo mientras otro día termina.