Hoy es martes de febrero. Hace 28 años, tres meses y diecinueve días que en Dayton, un pueblo del estado norteamericano de Wyoming, donde es intenso el azul del cielo y aún es posible observar el cruce de la estela fugaz de algún mergulo jaspeado con el vuelo de un crested caracara, nació Andy Rosburgh. A unos cien kilómetros al norte del pórtico de su casa de madera, cruzado el límite que da inicio al estado de Montana, se encuentra el valle de la Hierba Verde; el lugar donde, a pesar de Errol Flynn, los sioux y cheyennes de Tatanka Yotanka y Tsahunka Witko cortaron los rizos ondulados del engreído general George Amstrong Custer. Desde la mesa de la cocina se puede escuchar el aullido del viento entre los arces y el ruido que hace al girar un plato de la marca Panasonic en el que ha sonado 1.397 veces la música de Richard Wagner, que, para aliviar el éxtasis de los versículos del apocalipsis, Francis Ford Coppola colocó en un helicóptero artillado. Su bisabuelo Arthur, pescador escocés de pelo blanco como la nieve, fue el primer miembro de la familia que a lo largo de los siglos abandonó el pequeño puerto de Tarbert, en la mayor de las islas Hébridas. Con él viajó, por siempre, un viejo dicho de familia: «Aunque golpee el hacha afilada del vikingo, volveré a pintar mi cerca de madera». Trabajó de estibador en Newport y Bristol, Massachusetts. Su hijo Eduard fue a parar a Montana, reparando vías de una compañía ferroviaria de la ruta del norte del Pacífico. Casado con Clara St. Paul, una muchacha de las faldas del Bighorn, terminó sesteando la gran depresión muy cerca de territorio indio, al norte del condado de Sheridan. Su único vástago, Peter, se enroló en el ejército. Aún es posible leer el apellido Rosburgh en alguna tumba cercana a Nha Trang, en el Vietnam que siguió a la guerra de Korea. Andy, cuarta generación de emigrante escocés, fue educado por los abuelos en el mencionado Dayton por el que transitó el alazán de Wakantanka –el Gran Espíritu– y sonó el clarín perdido por el séptimo de caballería que tantas veces salvó a Hollywood –Meca que aún no ha visitado el espíritu de Alá por llevar tan solo una L–. Educado por la generación que ha lavado su amargura en una medalla al valor que no puede sustituir el recuerdo del ausente, buscó desde niño los célicos horizontes, donde una leyenda india dice que un muchacho puede convertirse en pájaro y caminar pisando entre las nubes. Y hoy, un martes de febrero, cruzado el puente que lleva a la realidad desde el umbral de los sueños, Andy Rosburg corre más rápido que el halcón sobre la bóveda celeste de una mezquita, Alá misericordioso, en la ciudad iraquí de Karbala... Oh Dios magno, ¿por qué derribas el pájaro de fuego? En vano huye la muerte de las llamas del F-16 Fighting Falcon US Navy, que, igual que el rayo, se abalanza sobre la atracción del suelo. Por algo, alguien grita: «¡Aunque golpee el hacha afilada del vikingo, volveré a pintar mi cerca de madera!». Por algo, su voz se apaga contra el ronquido del mar del Norte, sobre los arrecifes de las Nuevas Hébridas...