El conocimiento nos lleva a disfrutar de las cosas que nos ofrece la vida. Un ejemplo es el diferente efecto que produce ver a lo lejos un jilguero. Quien no lo reconoce, únicamente ve otro pájaro más. Pero quien lo reconoce como tal, distingue sus rojos, amarillos y blancos, esa conjunción de brillos y vuelo que le convierten en símbolo de vitalidad y frescura. Y un pedante, al ver un jilguero, traerá a su memoria todo lo que sabe de las pequeñas aves, entre las que el jilguero es una de las más corrientes. E inmediatamente, repasará el almacén de clasificaciones de pequeñas aves que guarda en su mente, y se deleitará mostrando esa amplia acumulación obsesiva de datos, que reunió con el mismo placer con el que otros compulsivamente amontonan objetos.
Nietzsche, tan maravillosamente incorrecto como era, se quejaba del irrespirable ambiente del mundo de la cultura que le rodeaba, y despreciaba con asco a los sabelotodo, y los calificaba de personajes que, aunque incapaces de generar ideas, se atrevían, sentados en un trono, a dictaminar y a menudo condenar a quienes realmente creaban conocimiento o mostraban una nueva mirada sobre lo que otros ya habían percibido.
Y así, Nietzsche viene a reírse de los eruditos, y nos dice que son llamados así –doctos– sólo por las ovejas. Y, lamentando su esterilidad, especifica: los doctos no son creadores, son quienes «miran boquiabiertos los pensamientos que otros han pensado». Y Nietzsche les reprocha que se hagan los sabios cuando no son capaces de pensar por sí mismos; y nos dice: son de esa categoría de personas que, apoyándose en falsos valores, logran diversos modos de manipulación.
Este tipo de humanos, sobre los que Nietzsche nos alerta, los encontramos escondidos (tras ideas vacías o prestadas) entre quienes dirigen el mundo de la cultura, y especialmente de la universidad.
Burócratas que marcan los senderos que todos deben seguir para que un día puedan ser considerados como docentes, pensadores o científicos. Y así, si desean que sea reconocido o divulgado su esfuerzo, quienes realmente generan ideas o desarrollan nuevos enfoques de trabajo estarán obligados a cumplir ciertos protocolos y estrictos criterios de forma. Y quien no los cumpla, no será ni tan siquiera incluido en la carpeta de «pendiente de valoración».
La sustancia de lo generado será indiferente, ya que según Nietzsche, los doctos no tienen capacidad para valorar las nuevas ideas. Pero sí que saben mucho de la forma, y si los autores o aspirantes cumplen los criterios formales que ellos dictaminan, éstos y sus ideas entrarán por la puerta grande en el mundo de las publicaciones respetadas, o su autor será considerado con capacidad para ser docente.
Por eso, lo que ellos avalen serán disertaciones, investigaciones y trabajos que se habrán presentado bien vestidos, y que cumplirán los estrictos criterios de calidad que previamente ellos mismos hayan marcado.
Y así andamos, manipulados por doctos burócratas que ponen corsés a las ideas y que permiten demasiado a menudo una repetición de lo ya conocido.