Poemas desde el exilio nos abre la puerta al universo Nabokov en una edición bilingüe de Pre-textos (2001) dentro de la colección Cruz del Sur de poesía. La traducción de Macarena Carvajal en colaboración con Tatiana Gritzai Bielova contiene sesenta y siete poemas agrupados cronológicamente en los que se cita, a veces, el lugar donde fueron escritos: Crimea, Sebastopol, Berlín, París, San Remo, Saint Moritz o Motreaux. Este hito nos confirma que Nabokov fue un hombre de viajes, un hombre de otras lenguas.
Un libro que muy bien podríamos encontrar junto a la chimenea, al calor del rescoldo de las brasas de julio o entre el bosque de palmeras y el mar del Norte. Con estas dos antítesis, junto a otros recursos estilísticos y el poderoso ritmo que se imprime en algunos de sus poemas, nos seduce Nabokov. La magia de la traducción que realiza Macarena Carvajal, implicada totalmente en el oficio, acaba por sumirnos en el paisaje de esa mujer desnuda que es Rusia. En los poemas originales se aprecia una constante y estricta rima, que en la traducción, ajustadísima en la forma, no ha sido respetada. Este hecho se ve compensado gracias a la sublimación que adquieren, a nuestro entender, las palabras del poeta de la mano de su traductora.
Quien conozca Rusia no podrá resistirse a impregnarse de la belleza del paisaje que Vladimir nos muestra: la mirada de lo cotidiano, lo sencillo y sin artificios. La riqueza que entrañan los poemas de Nabokov se pone de relieve cuando, en un mismo poema, hallamos varias estructuras que cuentan con entidad propia, como si se trataran de heterónimos poéticos. Así surge el esbozo de otro yo (Vasily Shishkov) bajo el que el poeta se ensombrece y de nuevo, con gran luminosidad, aborda el juego de las palabras. En ese juego invita al futuro lector sometiéndole a un pequeño interrogatorio capaz de sacudirle. De este modo, Nabokov recupera su presencia frente a nosotros.
Desprovistos los poemas de sus ropas, su contexto o su título, bien podrían ser atribuidos al amor de una mujer. Rusia es esa mujer y Vladimir la ama con pasión. Esa pasión y las mariposas nocturnas del gran entomólogo que fue, dejan constancia de su ejercicio en el oficio literario.
La indagación en los colores, en especial el azul, es una recurrencia en la obra de Nabokov. Juega con el color convirtiéndolo en el adjetivo que se escribe bajo la noche estrellada del exilio, un exilio en el que se suceden encuentros, imágenes, vuelo de pájaros o el hogar que es el país que le vio nacer, lugar al que regresan una y otra vez los sueños del poeta.
Su predestinación se intuye en la mención al número trece y en los arabescos que describen las mariposas, a los que muchos autores se han referido a lo largo de la historia de la literatura. Podemos oler el perfume de la naturaleza o la premonición de su obra en prosa en versos que hacen una referencia solapada a ella.
Como la luna, la poesía de Nabokov revela las fases por las que, desde su Rusia natal, llega el escritor, el poeta, al exilio, y la gran variedad de temas (como el ser, la pasión, el paisaje de Rusia, la entelequia de la patria, o la dura crítica política) representan una nueva visión. La visión de un hombre tremendamente optimista y esperanzado, en el que los sueños parecen cobrar vida cuando, en un ejercicio de adivinación, sueña su muerte, escena del fusilamiento, a la que resta dramatismo cuando se ríe, sin más.
Las siluetas de sus maestros (Alexandr Blok, Mayakovski o Bunin; Shakespeare o Pushkin sentados al tablero de ajedrez, en la partida interminable del tiempo) o la imitación a los versos de Gumilev o Pasternak son imágenes poderosas que se dibujan en el trasluz del ocaso.
La musa es Rusia, y la mujer recobra el cuerpo en el nombre de Vera, en uno de los últimos poemas que Vladimir le dedica y que cierra este libro. Vladimir se esfuerza por conservar a su Rusia dentro de él, pero sin remedio las mariposas, pasión y leitmotiv que le inspiraron, tal vez se la arrebataron para siempre.