En Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, ese delicado ensayo novelado sobre el principal dispositivo del sistema político y moral de occidente –la publicidad–, David Foster Wallace nos cuenta la experiencia de viajar por mar en un crucero de lujo. Leyendo ese texto reviví una certeza que me golpea siempre como si fuera la primera vez: he venido al mundo para disfrutar de las cosas bellas y tratar de compartirlas. Entre las cosas bellas está la afilada inteligencia de cierta gente, puesta al servicio de la calidez humana. Y entre ese tipo de gente estaba David Foster Wallace.
En un momento del texto se habla sobre la inestabilidad que sentimos en los barcos. Caminar en un lugar que la naturaleza no hizo para caminar. Sensaciones oníricas: notar el motor del barco sin oírlo; la desorientación que experimentas cuando lo que parecía una ligera pendiente de subida se convierte en una ligera pendiente de bajada a causa de una ola que ha afectado el centro gravitatorio de la nave entre dos de tus pasos. Entonces nos brota del inconsciente algo extraño, una cosa que supimos y que ahora se dispara pero adónde. En algún momento de la evolución conocimos el mar sin andar, y tal vez haya quedado un resto en nuestro recuerdo ancestral. Por un instante reverbera un saber sin objeto. Esa breve desorientación es un mensaje de error que nos avisa de algo. Sin embargo, decidimos ignorarlo y seguir adelante como si nada. Incluso en medio del océano, donde debería resultar obvia nuestra pequeñez e indiscutible nuestra necesidad de humildad, seguimos viviendo como si el universo, la naturaleza y el planeta estuvieran aquí para nosotros. Hay una fiesta de gala en la sala vip del barco. Todo el mundo se esfuerza en divertirse.
Otro símil que usa Foster Wallace es el del lapso entre que notas que te viene un estornudo y el estornudo mismo: se trata de una fase necesaria para delegar el control en algo más grande que tú. Por un instante, te dejas hacer por la vida. Pero enseguida olvidas el incidente y sigues en la ficción de que es tu voluntad y tu mente lo que está al mando. Eso es solo una fantasía, pero crees en ella. Foster Wallace, a su manera, nos educa: no tenemos el control, nos dice. Vivir en la ficción de que lo tenemos nos hace esclavos, nos tensa la vida, nos crispa, nos da estrés crónico. Te dice: deja de esforzarte, deja de querer controlar. Tal vez entonces te alcance, como una ola fresca e inesperada, la alegría.
Me impactó la nota al pie número 88: "La fantasía que te venden es la razón de que todos los individuos que salen en las fotos del folleto tengan expresiones faciales que son al mismo tiempo orgásmicas y relajadas: estas expresiones son el equivalente facial de decir: Aaaaaaahhhh, y el ruido no procede solamente de la parte Infantil de uno cuando recibe por fin los cuidados totales que siempre ha querido, sino también del alivio que sienten las otras partes de la persona cuando la parte Infantil por fin se calla". El niño que llevamos dentro deja de exigir (a los demás, pero más importante aún, a sí mismo) atención. Por fin llega el dulce alivio del silencio. La publicidad, deconstruida con la desternillante y a la vez triste ironía de viejo que tenía el joven Foster Wallace, se revela como un engranaje central en la sala de máquinas de nuestro sistema de valores; un castillo de naipes que se aguanta por nuestra insólita capacidad de vivir de/en/para símbolos arbitrarios que, vistos con distancia, son patéticos: nuestra reputación personal, nuestra vanidad, la demostración de nuestra clase y nuestra fuerza, el perfeccionismo arrogante, la presunción individual, ese diálogo interno nuestro –turbio y siniestro– sobre la propia valía. La publicidad es el palo con zanahoria. Cuando consigamos callar esa parte infantil insatisfecha que tenemos incrustada en lugar del corazón, podrá emerger el otro niño, el original. El que se nutre de afecto y de silencio.
Foster Wallace ya no pudo más y se nos fue. Pero dejó su grano de arena. Hay que recordarlo y agradecérselo.