Sin haber leído previamente nada de este autor nacido en Viena, adentrarse en esta joya breve escrita en 1929 incita a saber más de la obra de Zweig. Esta delicia es una hermosa reflexión acerca de la tenacidad, la memoria, la concentración y la vocación. Porque el tema central es la pasión que un individuo extravagante siente por el mundo de los libros. Un emigrante ruso, el judío Jakob Mendel, a quien en el café donde pasa las horas lo conocen como Buchmendel (traducido al castellano como “Mendel el de los libros”), pasa la vida entre catálogos y libros, y hace de su memoria enciclopédica un modo de vida. Pobre y solitario, parece que su único placer consiste en dar rienda suelta de cuando en cuando a una leve vanidad: la que experimenta al ver que su archivo bibliográfico mental es útil para conseguir a un cliente tal o cual ejemplar. Demostrar su valía cuando lo ponen a prueba, ese es el espíritu de su existencia.
Hay una frase de Sweig que aglutina la esencia de Mendel: “Dejando a un lado los libros, aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado”. Y añade a continuación: “Pero tampoco leía aquellos libros para entenderlos, en su contenido espiritual y narrativo”.
La primera parte de esta cita doble encierra una gran belleza poética. Sin embargo, y a pesar de la gran calidad del libro, tendré la osadía de analizar la segunda frase. A mi entender, Zweig comete un leve desliz. A uno le cuesta concebir la posibilidad de que un hombre que lleva toda una vida consagrada a los catálogos, los títulos, las bibliografías de autor y las fechas de edición no acabe absolutamente engullido por el amor completo a los libros, es decir, no sólo a sus referencias (precio, edición, etc.), sino sobre todo a su contenido. En varias ocasiones el narrador explica la inmensa capacidad de concentración del viejo Mendel, que solía quedar embebido en sus lecturas aun en medio de los ruidos del café Gluck. Si pudiera servir de algo esta sugerencia fuera del tiempo, le diría a Zweig, ante una taza de café, que su personaje obligadamente debía haber quedado prendado de los contenidos de las páginas. Porque si algún poder tienen los libros, si algún veneno ocultan, si algún influjo provocan, es el de cautivar. Lo mismo que el autor nos imanta con su historia (curiosamente el asunto que lleva al narrador a buscar la opinión del viejo es el magnetismo), Buchmendel debería haber caído rendido ante el poder atrayente de la literatura.
Después de este comentario, mientras Zweig me mirara intrigado, como preguntándose quién demonios me creo para entrometerme en una frase de su novela, yo ahondaría en su profunda humanidad y, además de elogiar con admiración su talento narrativo, le preguntaría de dónde procedía su interés por esa nobleza oculta en los perdedores. Diría que eso lo honra. Diría también que, además de un excelente escritor, el autor de una obrita como esta ha de ser una persona íntegra, un hombre bueno capaz de creer en alguna modalidad de justicia.