John Cheever escribió uno de los mejores cuentos que he leído. Se llama El nadador, y empieza con un hombre remojado en el agua de una piscina, en casa de unos vecinos o unos amigos, con un vaso de ginebra en la mano. De repente el hombre se da cuenta de que todo el condado es, en realidad, una yuxtaposición de casas con piscina, y de que podría llegar hasta su propia casa nadando esas piscinas y pasando de una a otra. Así que decide, caprichosamente, hacerlo. El esquema del cuento no puede ser más sencillo, pero tampoco más efectivo. Cheever nos enseña las etapas de la ruta, las sensaciones del nadador en cada posta, los intercambios verbales que mantiene o deja de mantener con los vecinos, a los que conoce y que le conocen. La yuxtaposición de etapas es un esquema clásico, un elemento común desde Homero hasta los videojuegos. Quemar etapas, conseguir armas ofensivas o defensivas, obtener apoyo de seres superiores, superar obstáculos para un fin. Ulises fue el primero, mucho antes de la play station. Hace no mucho tuve la oportunidad de ver Apocalypto, la película de Mel Gibson (una de las películas más ideológicamente manipuladoras que he visto nunca, pero eso es tema para otro escrito), que parece haber contratado para su guión a un equipo de creadores de videojuegos. El film es una narrativa en que los episodios (las pantallas del videojuego) se yuxtaponen. Hay que hacer cosas, y para ello tienes herramientas. El protagonista, un indígena precolombino, pasa muchas pantallas: esconder a su familia para salvarla, conseguir que no le sacrifiquen al dios Sol, escapar de un montón de malos que juegan a cazarle, salvarse de la pantera que le quiere comer, saltar la gran catarata sin morir, salir de las arenas movedizas... Para ello usa herramientas y armas que se encuentra por el camino: el veneno de una rana venenosa para untarlo en los dardos de una cerbatana, o una colmena de abejas para lanzársela a sus perseguidores... Es un videojuego pero peor, claro, porque el espectador no juega, no interactúa. John Cheever usa la vieja yuxtaposición para conseguir, en solo nueve páginas, lo contrario de Gibson y, curiosamente, con más interacción del lector, que debe aguzar su sentido interpretativo. Cheever no necesita un gran presupuesto, solo papel y máquina de escribir. Lo pela todo, deja la narración desnuda. En cada etapa del camino hay cambios pequeños en lo exterior, pero grandes en el estado de ánimo del nadador. Su subjetividad agotada y entristecida reblancede y oscurece las sensaciones en cada piscina, y los diálogos y pensamientos nos van dando pistas para interpretar el texto. Vamos teniendo más informaciones entrecortadas, y el nadador, inversamente, menos motivos para la alegría. Se nos desvela lo oscuro de su vida. El cuento empieza con un radiante sol estilo Frank Capra, pero el atardecer lo deja todo más cerca de un John Cassavettes. Nunca se nombra lo que le pasa, pero uno lo ve todo el tiempo, lo ve crecer hasta distinguirlo con claridad como un barco llegando a una bahía. El hombre se achica y lo que le pasa crece. Y él sólo hace una cosa: nada.