Dicen que la justicia, si llega tarde, no es justicia. Por eso pido perdón de antemano por hacer un alegato con seis años de retraso. De las imágenes que conservo de mi infancia hay una que espero no olvidar: un tipo de mediana edad, con traje y corbata, disparándose un tiro en la cabeza mientras me miraba. Era la portada de un disco de Ilegales. Este verano me topé por casualidad con El día que cumplimos 20 años, el disco doble en directo con el que Jorge Martínez y su tropa celebraron en Oviedo (9 de septiembre de 2002) sus por entonces veinte primaveras en activo. Los más viejos del lugar recordarán al grupo. Era una coctelera salvaje que cantó en castellano como casi ninguna otra formación precisamente eso: la inocencia salvaje. Por el escenario pasaron músicos de todas las épocas (los bajistas Willy Vijande, Rafa Nenuco y Alejandro Felgueroso; el saxofonista Juan Flores; el teclista Tolo de la Fuente; los bateristas Alfonso Lantero y Rubén Mol; y el armonicista Roberto Collado) y los miembros estables, por entonces, del grupo: Alejandro Blanco al bajo y Jaime Belaustegui a la batería.
No sé qué es lo mejor de las canciones de Jorge Martínez. Sus temas rápidos son una mezcla perfecta de punk demente, surf lisérgico, rock carburante, blues aceitoso y unas gotas de pop, ska o incluso ye-ye. Y los medios tiempos, con sus desnudas y crudas letras, son simplemente perfectos. Por su parte, las letras son otra coctelera igualmente explosiva donde caben desde las bromas, los insultos, las ocurrencias y la provocación hasta momentos donde puede hablarse, sin complejos, de verdadera literatura.
Porque verdadera literatura es meter en una canción una playa mojada y una botella de ron y en otra una modelo que camina como si fuera un pato borracho hacia su autodestrucción. El asturiano, además, era capaz de hacer canciones nihilistas con tipos saltando por la ventana o alegatos pacifistas sin un gramo de sacarina donde el ángel exterminador era tan sólo un tipo que marchaba al frente como un boy-scout y volvía de él en tren y con dos piernas menos.
La grandeza del asturiano no queda ahí. Del lirismo puede pasar a la violencia sangrante, poniendo navajas en el micrófono o tipos del norte que luchaban por las calles mientras vendían anfetaminas y veían llover los domingos. Y de esa rabia pasa a colarse en una fiesta y parodiar la canción del verano metiendo mano a las chicas y drogándose al borde de la piscina privada.
Y mientras su guitarra dibuja cortinas de niebla en la noche, él canta que estaban tristes y enamorados de Varsovia, de los fusiles y del vestido rosa que ella llevaba al caer, para después ponerse en la piel de un soldado americano y exclamar que Europa ha muerto porque ni hay punkies en Londres ni bancos en Suiza. Y todo ello con una libertad, una valentía y una perspicacia que muchos modernos de entonces, me temo, ni valoraron ni comprendieron.
Hay quienes de Ilegales se quedaron con canciones sólo aparentemente lúdicas como la del tío que se miraba al espejo con cara de conejo o “soy un macarra, soy un hortera, voy a toda hostia por la carretera”. No eran sólo rimas consonantes escogidas con gracia; me di cuenta de ello cuando años después escuché en la radio una canción que se me quedó grabada: “Tiempos nuevos, tiempos salvajes. Toma un arma, eso te salvará. Levántate y lucha, esta es tu pelea. Levántate y lucha, no voy a luchar por ti”.
Así es eran, son –y espero que sigan siendo– Ilegales. Cuando escucho su música y sus letras pienso en ellas como el testimonio impagable, doliente y sincero de la encrucijada en la que el destino colocó a aquellos jóvenes de los primeros años ochenta, algunos de los cuales se quedaron en el camino entre drogas, SIDA, mili y otras porquerías. Escuchando su música se comprende mejor la desesperación de una generación extrema salida del ocaso de una dictadura y a las puertas de una democracia insegura que sólo ofrecía paro a raudales y crisis económica. Es esa desesperación la que Jorge Martínez supo poner como nadie en las cuerdas de su enloquecida y ardiente guitarra, en su voz de demente al borde de hacer algo realmente gordo y en todas sus letras, tuvieran el tono que tuvieran.
“Así es como se crece bien, con empujones para no pensar, y una bomba bajo la almohada. Llegar a la escuela, escuela de daño. Buenos maestros para aprender a odiar. Rebelde sin causa, buscando la calle. Destruye, destruye, destruye [...]. Llegar al ejército donde van los tíos. Mi nombre está siempre en el libro de arrestos. Vestido de verde disparo y disparo. Destruye, destruye, destruye”.
Conozco algunos, muy cercanos a mí, que pasaron por eso y hoy están en la tumba o en la ruina. No eran de mi generación, pero los quiero como si lo fueran. “Delincuentes juveniles ayer, hoy hombres peligrosos. Viejas caras, nuevas caras, pero las mismas cabezas. Qué les empujará. No viven, sólo esperan. Van agotados de esperar. Agotados de esperar el fin. Niños sin escuela de ayer, jugadores de billar. No les mires en los ojos porque están desesperados. Qué les empujará. No viven, sólo esperan. Van agotados de esperar. Agotados de esperar el fin. Esa chica pálida y triste vende anfetaminas. Mis amigos, hombres del norte, luchan en la calle. Qué les empujará. No viven, sólo esperan. Van agotados de esperar. Agotados de esperar el fin”, cantaba Jorge Martínez casi al final del concierto en Agotados de esperar el fin.
El doble CD, de sonido impecable, viene acompañado de un DVD que, además de material adicional (una entrevista a Jorge Martínez sentado en el quicio de Santa María del Naranjo o impactantes imágenes de su gira mexicana), contiene íntegra la actuación de Oviedo. Es una ocasión única para ver a Jorge Martínez, con sus orejas de vampiro, su mandíbula acorazada y sus ojos de loco incendiar su guitarra y dar testimonio de uno de los repertorios más ácidos, lúcidos y libres del rock en España. Me ha alegrado ver en su página web (www.los-ilegales.com) que siguen dando conciertos a ambos lados del océano, así que larga vida a Ilegales por lo que son y lo que representan en el a veces romo panorama del rock actual en castellano.
Y mientras su guitarra dibuja cortinas de niebla en la noche, él canta que estaban tristes y enamorados de Varsovia, de los fusiles y del vestido rosa que ella llevaba al caer, para después ponerse en la piel de un soldado americano y exclamar que Europa ha muerto porque ni hay punkies en Londres ni bancos en Suiza. Y todo ello con una libertad, una valentía y una perspicacia que muchos modernos de entonces, me temo, ni valoraron ni comprendieron (...)