Luke nº99 Septiembre 2008

Realidad y Ficción

Una vez oí una anécdota que se refería a un actor de teleserie: cuando murió su personaje, tuvo que recibir su propio pésame: ¡cuánto he sentido que usted haya muerto!, le decían por la calle.

Todos soportamos uno o cien desdoblamientos, seamos actores profesionales o aficionados: la variabilidad es intrínseca al hecho de ser humano. Pero, como contrapeso a estas sensaciones que nos desorientan, esperamos que haya un exterior más o menos persistente, donde las situaciones, las personas y los objetos cambien despacio.

Antes discurría fuera de nosotros, de manera más o menos estable, congruente con nuestro día a día, eso que llamamos realidad; el flujo de lo externo nos daba tiempo, y permitía que nos adaptásemos a sus lentas variaciones: las conservas caseras, los embutidos del pueblo vecino o el pan en horno de leña olían a algo conocido, cercano, propio.

Hoy parece haberse diluido la sustancia del mundo que nos rodea, de ese entorno que nos daba cierta continuidad, cierto equilibrio.

El equilibrio y la adaptación suave parecen ahora cosas del pasado. Nos envuelve un ritmo trepidante, frenético, que se nos incrusta hasta hacernos tambalear. Y confundimos tranquilidad con repetición; el gusto se embota con alimentos elaborados en cadena, y llegamos a creer que la originalidad la venden tiendas en régimen de franquicia.

A borbotones, nos viene de fuera una ficción disfrazada de realidad; una realidad que distribuyen cada día los medios de comunicación; una ficción programada que es consumida como cierta por el público.

Y resulta tan irreal estar fregando o cocinando mientras estalla una nueva guerra, como irreales se nos representan las empresas que nos gobiernan y los políticos que nos administran.

Hasta el dinero tiene categoría de virtualidad. Y no me refiero ahora al uso de las tarjetas de crédito, sino a esos movimientos de cotizaciones y capitales que sobrevuelan cada día nuestras cabezas.

Pero no son sólo estas influencias las que nos hace caer en lo virtual: se ha difuminado también aquella realidad que transmitían los vecinos, los compañeros de trabajo, la familia.

Y a menudo despreciamos escuchar las historias de gente cercana, pero perdemos horas de vida ante el televisor, oyendo relatar desgracias y sucedidos a personas indiferentes y ajenas a nuestra vida.

A veces pienso si es que –como dicen- las relaciones que creímos reales se licuan, se nos escapan entre los dedos, y por eso nos enganchamos a personas que salen en televisión y nos hablan de sus penas o sus fobias. A ellos no tenemos que consolarles cuando lloran. Nos hablan, pero no exigen nada a cambio: sólo que seamos su audiencia.

Nos piden que seamos tan reales para ellos como ellos lo son para nosotros.

Y nos convertimos así en la ficción de quienes allí vomitan y destruyen su intimidad.

Y terminamos contagiados: la pura existencia queda reducida a algo virtual.

Opinión

Luisa Balda

Binario

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