El pasado otoño, la editorial Cabaret Voltaire publicó ¡La libertad o el amor!, la novela de Robert Desnos que más fama y reconocimiento dio al escritor parisino en los ambientes surrealistas del París de la época. Robert Desnos (1900-1945) fue un francés que encarna como nadie el ritmo que la primera mitad del siglo XX imprimió a los hombres. Habitante de la gran urbe y estudiante gris, huyó de su destino, los trabajos vulgares, trabando amistad con André Breton y su grupo; lo anterior, unido a su desmedida afición por la literatura, le introdujo en las coordenadas vanguardistas de la época. Experimentó con las drogas y con la escritura automática, y publicó joven.
Sin embargo, sus inquietudes no terminaron ahí; la década de los treinta lo lanzaría a la lucha intelectual antifascista, decisión que años más tarde lo empujó a pertenecer a la Resistencia y a ser detenido por la Gestapo en 1944. Un año más tarde, con varios títulos publicados, moriría tempranamente de tifus.
Estas coordenadas sitúan ¡La libertad…! en un contexto inconfundible: el hervidero social, político y cultural del periodo de entreguerras. Desnos se tomó su tiempo tan en serio que escribió un puñado de textos marcados por los rasgos característicos de la época –que la introducción a esta cuidada edición detalla con acierto–. En sus páginas se citan técnicas como la escritura automática, temáticas como la ciudad o el erotismo, géneros como la narrativa y la poesía, y formas como la prosa y el verso. Además, Desnos incluye deliciosas extravagancias como esa hoja de calendario, reproducida a toda página, del 12 de enero, o la nota al pie que recoge los delirios etimológicos de Desnos, con una creatividad tan desvergonzada como legítima.
Así fueron aquellos años, y así es esta novela. Su lectura no resulta fácil, y es preciso aplicarse a un concienzudo ejercicio de relectura para, eso sí, paladear todos los matices de su sabor. Aunque en novelas como ésta me parece aventurado hablar de protagonista, el de ¡La libertad…! es Corsarie Sanglot, a quien el lector acompaña en sus paseos nocturnos por París, en su naufragio y posterior visita a la isla abandonada… Sin embargo, la acción –tan diluida– es a mi juicio lo de menos. Lo importante son las cosas que diré a continuación.
En primer lugar, llaman la atención las ambientaciones que era capaz de crear Desnos. Unas veces con alto voltaje poético, como en las recreaciones polares o marítimas, otras veces dando muestras de evidente soltura narrativa, como en el endemoniado capítulo final –donde en Niza nos codeamos con la jet-set de la época antes de un desenlace cruel y meditado–, Desnos es capaz de llevar al lector muy lejos del lugar donde esté leyendo.
En segundo lugar, Desnos sabía combinar no sólo la prosa y el verso, sino también la narrativa y la poesía. Los procedimientos analíticos de la primera (descripción, narración en sentido estricto, juegos de voces, personajes…) se funden con los sintéticos de la segunda (imágenes, símbolos, corrimientos semánticos…) para crear un texto que a veces –hay que reconocerlo– resulta complejo, pero que siempre alcanza altas cotas de sugerencia.
En tercer lugar, Desnos demostró en esta novela no ser solamente un “juntapalabras” con estilo. Me remito al final del capítulo quinto, donde enunció –de manera oblicua, como no podía ser menos– su teoría sobre el arte. En la lucha de ese “ojo perspicaz de los aventureros del pensamiento” contra “los ridículos serafines de la deducción lógica” se resume y simboliza la acción de la poesía, y del resto de las artes, frente a otras parcelas del espíritu donde el mito abierto es arrinconado por el cerrado silogismo.
Desnos lo sabía. Y Desnos apuntaba al blanco más oscuro. Por eso ponía en sus novelas exploradores polares, cantantes de music-hall, locos encerrados en frenopáticos y bebedores de esperma. Bastaba con salir un rato a las vertiginosas calles del París que conocía para saber que su siglo XX demandaba escribir novelas como ésta, donde el muñeco de Michelin comparte capítulo con buscadores de oro y peces que salen del río sin avisar.
Quizá el dilema de Desnos se simbolice en la disyuntiva del título. O quizá Desnos lo pasó mal en otro plano de la vida. No lo sé. Quizá libertad y amor son términos antagónicos, o tal vez son por naturaleza complementarios. Quizá por la libertad se llega al amor; o quizá uno es el camino para alcanzar la otra. Pero lo que sabe el lector cuando cierra el libro es que Desnos sumergió al Corsarie Sanglot en las aguas de la vida mientras él se sumergía en las del arte para demostrar que la errancia, la búsqueda, ya sea por las solitarias calles de un París de farolas y húmedas esquinas o bajo las frías aguas de un océano de aguas fosforescentes, es la marca del hombre que conoce el destino del ser humano. Buscar, sopesar y al final exclamar: ¡la libertad o el amor!
Recomiendo la lectura de esta novela. Lectura lenta, sosegada, para tomar y dejar, para volver a ella de vez en cuando. Ayuda a ello la hermosa y trabajada traducción de Lydia Vázquez y Juan Manuel Ibeas, y esas notas al pie –informadas, eruditas a veces– que son en sí mismas, a su modo, un pequeño gran texto.
Su lectura no resulta fácil, y es preciso aplicarse a un concienzudo ejercicio de relectura para, eso sí, paladear todos los matices de su sabor. Aunque en novelas como ésta me parece aventurado hablar de protagonista, el de ¡La libertad…! es Corsarie Sanglot, a quien el lector acompaña en sus paseos nocturnos por París, en su naufragio y posterior visita a la isla abandonada (...)