Lo que más me gusta de las librerías de viejo es que todos los libros tienen el privilegio de estar en las mismas condiciones físicas de cara al lector. No hay jerarquías literarias, ni espacios restringidos para determinados grupos editoriales, ni mucho menos mesas dedicadas a los libros más vendidos de la temporada, fruto de esas listas tan odiosas como dañinas que perpetran semana tras semana –o mes tras mes- los suplementos y revistas de consumo de crítica literaria. En las librerías de viejo autores conocidos se dan la mano con autores que no aparecen nunca en los manuales de historia de la literatura ni se citan en las páginas de crítica de los suplementos literarios. Los libros editados en pequeñas editoriales de provincia se hablan de tú a tú con los libros editados en las grandes y poderosas editoriales. Todos a la par, apretujados entre sí, hermanados entre el polvo y el olvido, sin privilegios, sin distinciones, catalogados según el género literario al que pertenecen y un poco más. Si en las librerías convencionales se siguiera el mismo criterio de distribución y de ecuanimidad, otro gallo cantaría en el mundo de la literatura.
Consciente de que no es oro todo lo que reluce en el escaparate y en las mesas de novedades de una librería, el lector desconfiado no tiene más remedio que recurrir a las librerías de viejo para procurarse algunos de los libros que siempre quiso leer y que se encuentran descatalogados o con las existencias agotadas, a la espera de una nueva oportunidad. Pero lo malo es que esta nueva oportunidad tarda mucho en llegar o, lo peor de todo, nunca llega. Este el sino en el que vive inmerso el mercado de la literatura en nuestro país desde hace ya varias décadas y, posiblemente, en casi todos los países del mundo. La edición del libro vive sumida en un tiempo de sala de urgencias: o vendes o desapareces con la misma rapidez con la que los libreros desempaquetan y descartan las novedades de cada mes. Por el contrario, en las librerías de viejo no existen las prisas de estar al tanto de lo último que se publica y el tiempo, para un libro, fluye lentamente por los infinitos ríos que riegan los fértiles valles de la literatura. Las librerías de viejo son como aquella isla en la que habitó Robinson Crusoe y los libros que terminan en sus estantes son como náufragos perdidos en el laberinto de calles de la ciudad, a la espera de que un día un barco aparezca en el horizonte para socorrerlos. Al fin y al cabo, los propios lectores que frecuentamos las librerías de viejo somos un poco como Robinson Crusoe, náufragos en el inquieto océano de la literatura, y siempre mantenemos la esperanza de atisbar un barco escrito con palabras en el brumoso piélago del mar para que nos rescate de esas islas sombreadas de soledad en la que transcurren una buena parte de nuestras vidas.
Pero a menudo somos los propios lectores los que nos convertimos en el barco que rescatará a Robinson Crusoe de su isla desierta y de paso, si es posible, nos llevaremos con nosotros a Viernes, su fiel servidor. Y de pronto nace una nueva complicidad de un escritor y un lector que llevaban mucho tiempo esperando este encuentro quizás pactado en las líneas indescifrables del destino. Ante nuestros ojos, se nos aparece el libro de un autor que llevábamos algunos años buscando o simplemente nos dejamos llevar por el azar y probamos suerte con un escritor del que nunca leímos ni una sola página. El azar o la mera intuición a menudo van parejos con agradables sorpresas y grandes descubrimientos. Ahí reside la magia de la literatura, su pureza y su verdadera esencia.
En la literatura española ha habido varios escritores que han escrito mucho sobre las librerías de viejo. Pero hay dos que sobresalen de los demás y en su larga trayectoria literaria le han dedicado hermosas y emotivas páginas a estas islas de papel en la que muchos lectores a menudo naufragamos. Uno fue Azorín y otro, que en nuestros días aún sigue recordándonos con brillantez su grata experiencia con los libros viejos, Andrés Trapiello, que escribe a menudo sobre sus paseos dominicales en búsqueda de tesoros bibliográficos por el Rastro de Madrid. Curiosamente casi todos los libros de Azorín que forman parte de mi biblioteca los fui rescatando poco a poco de las librerías de viejo. Y de Andrés Trapiello también he conseguido varios volúmenes husmeando en las librerías de lance de mi ciudad y en las ferias de libro antiguo que cada otoño se celebran en Granada, cuando las hojas de los tilos de las calles del centro ya están amarillos como muchas páginas de los libros viejos. Ellos, que tantas páginas le dedicaron a los náufragos de papel, también han terminado siendo un Robinson Crusoe en esas islas perdidas en los anchos mares de la literatura y quizás, el que hoy escribe estas líneas, lo terminará siendo en un futuro próximo, como más de uno de ustedes, también náufragos en este océano virtual y que han encallado en esta playa azotada por una invisible brisa suspendida en el vacío. Al final todos caeremos en el mismo círculo vicioso, en la misma rueda de la fortuna, a la espera de que un lector nos rescate del polvo y el olvido. Entonces esas palabras cubiertas de cenizas, en las que nunca se apagó el fuego, comenzarán de nuevo a arder y la literatura seguirá alumbrando con su mágica luz los estantes de una biblioteca de una casa cualquiera de un lector anónimo con el que nunca intercambiaremos una sola palabra en nuestra vida.
En estos tiempos de prisas que azotan el mundo literario, siempre nos quedarán esas islas perdidas donde tantos náufragos de papel encontraron un día un nuevo hogar y allí se han quedado esperando una señal que los rescate del olvido. Sabemos, que tarde o temprano, un barco aparecerá en el piélago brumoso del mar. No hay mejor receta contra la urgencia mediática que pedir un poco de quietud para la existencia del libro. Las librerías de viejo, hoy día, siguen siendo uno de los refugios más entrañables para el lector que cree que la literatura de urgencias –con ciertos síntomas de esquizofrenia mercantil- debería pasar un largo tiempo de descanso en uno de esos pabellones literarios llenos de libros naufragados. La literatura, como alguien escribió y cuyo nombre ya no recuerdo, también necesita su reposo, como un buen vino añejo o como el aroma de un buen té.
Consciente de que no es oro todo lo que reluce en el escaparate y en las mesas de novedades de una librería, el lector desconfiado no tiene más remedio que recurrir a las librerías de viejo para procurarse algunos de los libros que siempre quiso leer y que se encuentran descatalogados o con las existencias agotadas, a la espera de una nueva oportunidad (...)