Me cansan los marcianos profesionales. Me cansan los escritores, periodistas y otras aves de letras, en general, que deciden anidar temporalmente en un blog y despacharse cada día – la periodicidad es irrelevante, dado que el invento permite el despiste- con una extravagancia nueva. Sospecho que muchos se las inventan y que otros las acometen sólo por contarlas e imaginar nuestra cara de pasmo al otro lado de la pantalla. Vamos, que la cosa tiene un punto de fantasmerío de barra y cubata que no acaba de convencerme, pero que da para escribir un manual de Rarología. Mientras algunos nos cuentan que han trepado a la azotea de un edificio resueltos a gritarle al mundo las primeras páginas de El Quijote, otros nos hacen participar de fatigosos viajes transoceánicos durante los cuales entierran libros en patatales a modo de variante-eco del ya famoso book crossing. Incluso los hay que escriben un libro y, de paso, una reseña jaleosa. Lo importante es encontrar un seudónimo de impacto, que infecte sin levantar sospechas. Efectivamente: en un país que profesionaliza a los freakies y que incluso los lleva a Eurovisión por votación popular, la imagen del tío culto y a la vez excéntrico puntúa doble. No olvidemos que los blogs nacen, precisamente, para proyectar la mejor imagen de quien se toma la molestia de currárselo desde el muermo más o menos previsible- cigarrillo, birra y pijama- de una casa tan hipotecada como la nuestra.
Los marcianos verdaderos – que los hay- van a lo suyo, se pierden por los márgenes e incluso se vuelven invisibles cuando la ocasión así lo requiere. La fama les repele y el qué dirán se la trae floja: no tienen web, ni blog ni cibercosa que se le parezca. Eso sí, estudian mucho, leen mucho, viajan constantemente y suelen ostentar un cargo de peso en las facultades de geología e historia. No me pregunten el motivo. Tampoco sé por qué no gastan antenas ni son de color aceituna. Habrá que preguntarle a Gurb.
El último marciano que tuve la suerte de conocer (de esto hará dos años) se empeñó en enseñarme Asturias. Pero no la Asturias de postal, ni la de los libros, sino una Asturias propia que se perdía más allá del Cabo de Peñas para reinventarse más tarde en la Playa del Silencio, previo paso por una pastelería en Luarca y un chaparrón que, en Gijón, ahogó mi móvil y me aguó la sidra. Cuando una se adentra en los misterios de una tierra de un verde lujurioso, donde todo es peña, y agua, y mareante viaducto sobre otro verde, si cabe más profundo, da por hecho que el viaje terminará en un hostal a lomos del Cantábrico, frente a un plato de pixín en salsa de oricios y un buen pedazo de Cabrales. ¡Craso error, si tu guía no es de este mundo!
Pero, volvamos a nuestra historia. A las primeras luces del ocaso de un día cualquiera, mi amigo me condujo - esta vez en coche: el ovni se le había gripado- a la linde de un bosque, sin darme más explicaciones. La iniciativa tenía un matiz inquietante, ideal para posteriores novelerías. Así pues, envueltos en un silencio penetrante, nos adentramos en la espesura entre acacias, helechos y ortigas. A cada paso, nuestros pies tropezaban con raíces y unas piedras que, en ese momento, no supe identificar como lápidas. Pronto nos dimos de frente con un muro de ladrillos, verdes allá donde todo transmuta en musgo y liquen. El arco de entrada delataba su origen: Cementerio Musulmán de Barcia. ¿Un cementerio, aquí? Pues sí. Perdido en el bosque, perdido en la memoria, perdido de Dios, de Alá y sus tropas moras. Sorprendida y asustada, a partes iguales, dejé escapar un grito. En nuestro auxilio acudieron dos ancianos tan viejos como el refranero que se gastaban, visibles en lo que ya era noche gracias a sus chalecos reflectantes. Se trataba de los mismísimos sepultureros, Serafín y Cipriano, según nos explicaron tras romper el hielo y echar un par de pitillos al viento. ¡Qué suerte la nuestra, oír de su propia voz todo lo que allí aconteció hace tantísimos años!... No desvelaré aquí la historia de este curioso camposanto: teclead en Google, perded media hora en informaros sobre los 300 marroquíes muertos en la guerra civil y que yacen en Barcia engullidos por la maleza. El marciano, por desgracia, ese que me enseñó a viajar sin mapa, a amar su Asturias más secreta, no se encuentra hoy disponible. Él os lo contaría mejor que yo. Pero no en un blog, sino en un poema. Porque a los marcianos, por si no lo sabéis, se les da muy bien la poesía. Y la contención. Y las rocas metamórficas.
Los marcianos verdaderos – que los hay- van a lo suyo, se pierden por los márgenes e incluso se vuelven invisibles cuando la ocasión así lo requiere. La fama les repele y el qué dirán se la trae floja: no tienen web, ni blog ni cibercosa que se le parezca. Eso sí, estudian mucho, leen mucho, viajan constantemente y suelen ostentar un cargo de peso en las facultades de geología e historia (...)