“Your hearts have the courage for the changing of the guards.” Escuchaba una y otra vez aquella canción de Bob Dylan con la mirada, distraída y borrosa, fijada, sin apenas darse cuenta, en la ventana. Se acababa aquel día de invierno en Barcelona y, como siempre, no llovía. La canción, nunca antes se había dado cuenta, escondía tras un ritmo poco frecuente y una insólita progresión de los instrumentos de cuerda la sensación de que algo apocalíptico estaba a punto de suceder. Si bien la letra, opaca, parecía más bien la descripción inofensiva de una tierra con ecos de la tradición artúricas, estaba seguro de que la canción servía como el preludio extraño de un final. Por eso le cautivaba: porque del mismo modo, él también estaba protagonizando el final de un ciclo (su propio ciclo) y el inicio de una nueva etapa. Del primero le quedaba el sabor agridulce de los buenos momentos y la certeza de que ya no se iban a repetir; de la segunda, la ilusión incierta de lo que no se puede anticipar. Apagó la música cuando el saxo anunciaba, nuevamente, el final de la canción. Se levantó, cerró la cortina, echó un último vistazo a las estanterías, a los libros que descansaban allí, al polvo, a las puertas, a las alfombras arañadas por las gatas, a los platos todavía por lavar, al arroz que había sobrado al mediodía, al desorden en lo que iba a dejar de ser su despacho. Se detuvo ante la maleta cargada de ropa y la mochila, con dos libros y una cámara de fotos, que le esperaban en el pequeño recibidor y pensó que, en el fondo, poca cosa iba a cambiar. Afuera ya asomaría la noche y, como siempre, no llovería. A veces la vida se empeña en ser prosaica.