A Guillermo Correa, a su sonrisa
que vale un millón de dólares.
Teresita, mi querida Teresita Escobar, no sabes la alegría que me produce estar de regreso. La semana de vacaciones que tomé en compañía de mi esposa fue todo un catálogo de minúsculos desastres. No te imaginas la falta que me hiciste. Es increíble cómo uno puede echar de menos a una compañera de trabajo. Cualquiera diría que lo nuestro es un romance. Mi esposa me miraba sorprendida mientras insistía en preguntarme que por qué me quedaba tan callado cuando ella no hacía más que hablar y hablar como lora mojada y yo lo único que podía hacer era mantener la vista fija más allá de la ventanilla del tren; concentrado en una linea de horizonte que me había trazado imaginaria. Nadie sabe lo fuerte que es la comunicación que hemos logrado desarrollar estos últimos meses que hemos estado juntos tú y yo, mi estimada Teresita Escobar. Eso es más satisfactorio que cualquier tipo de romance que la gente pueda llegar a imaginarse. ¿Que dónde estuvimos? No quiero cansarte con detalles de un soso itinerario. Trata de imaginarte unos paisajes medio soleados que de repente daban paso a nubarrones de un gris tan gris como un sobretodo de lana inglesa. Así te darás cuenta de mi estado anímico durante toda una semana. Te cuento que fueron días de un aburrimiento aterrador. Ya no me divierte estar panza arriba frente a un mar sucio y bajo un cielo lechoso. Eso es para los jóvenes que no han podido disfrutar de otros placeres. Mi único placer a esta edad consiste en leer libros que no me obliguen a pensar demasiado. Yo tan sólo te comento que me alegra estar de regreso. Es un suplicio tener que escuchar a mi mujer cacareando con una vecina de cuarto en el pequeño hotel donde nos hospedamos; hablando sin descanso acerca de las bondades de tal o cual crema para las arrugas. Quiero decir, para curar las arrugas; como si las arrugas tuvieran cura o pudieran ser eliminadas con el uso de pomadas. Para eso se necesitarían más que ungüentos; tal vez habría que recurrir a prácticas diabólicas de magia negra que no pueden encontrarse en los aquelarres comerciales de las propagandas de cosméticos en la television. No, no estuvimos con amigos ni cosa parecida. Solamente mi esposa y yo. Mejor dicho, yo acompañé a mi esposa pero me sentí solitario como siempre. Solitario, junto al inmenso mar, para usar la famosa frase de Rolando La Serie, en aquella canción que habla de que en una playa se encontró los aretes que le hacían falta a la luna. Como si la luna tuviera orejas de donde ponerle colgandijas; tan pendejo Rolando. Para mí, haber ido de vacaciones fue haber estado aislado; sin nada nuevo que descubrir y sin absolutamente nada qué hacer como no fuera estar durmiendo o mirando hacia arriba o hacia el mar, que a veces llegaba de sorpresa hasta la playa y me despertaba haciéndome cosquillas en las plantas de los pies.
Por primera vez en mi vida he extrañado estar en el trabajo. Mi mujer dijo que tal vez me estoy poniendo senil antes de tiempo. Yo no le contesté nada porque intuyo que en eso hay algo de verdad. Únicamente le comenté que me hacías falta, Teresita Escobar, y entonces me preguntó que quién eras y que si yo estaba enredado contigo. Yo, por joderla, le dije que sí. Que éramos íntimos amigos y que tú eras mi más fiel confidente. No dijo nada más y se fue refunfuñando a encontrarse con una de esas gordas odiosas que conocimos en el tren de ida. Me acusó de estúpido y amenazó con visitar la oficina cuando estuviéramos de regreso en Londres. Dijo que hablaría directamente contigo. “Quiero saber cuál es su encanto”, comentó entre dientes. Si tan sólo supiera, la pobre. Yo le dije que no fuera tan celosa, que a su edad eso se veía ridículo; que únicamente éramos buenos amigos y que tú eras mi más cercana compañera de trabajo. Ella no sabe que pasamos cinco noches a la semana juntos, durante las ocho horas que dura la jornada. Ella no sabe que hablamos todo el tiempo –bueno; que yo hablo- yendo y viniendo por estos anchos pasillos y estos interminables pisos llenos de mercadería a ambos lados de los corredores; ni que subimos y bajamos desde el primero hasta el quinto piso en el elevador de servicio; donde sólo tú me escuchas sin decir esta boca es mía, y me dejas despotricar y sacarme de encima los venenos que la vida ha ido acumulando en mis venas y en mi cabeza, que son muchos y muy variados. Y tú, querida amiga, espero que no te hayas sentido muy sola metida en tu estrecho cuarto esperando mi regreso. Pensé mucho en ti, en tu inmensa soledad. Incluso, llegué a sentir compasión sabiéndote abandonada y sin que nadie te contara historias. Pero eso no importa ahora. Ya terminó la vacación y estamos juntos nuevamente. ¿Te acuerdas que hace varias semanas me preguntaste que por qué había yo salido de mi patria? Me imagino que también te acuerdas de mi esquiva respuesta. En realidad no te quería contar nada de mi vida pasada porque a veces me entristece hablar de tiempos idos. Sin embargo, hoy tengo deseos de hacerte varias confesiones. Me encuentro aquí porque en mi país ya no podía estar. La situación se había puesto insostenible y la matazón no cesa desde hace ya muchos años. Con decirte que la expresión “Fuga de Cerebros” se la inventó un publicista de mi ciudad y con las regalías de su invento se compró una finca inmensa con caballos y un lago muy bonito. La dicha le duró varios años, hasta una mañana en que lo encontró el capataz con un balazo en la cabeza por donde se escapaban serpentinos sus sesos, o algo así, como dijo tan brillantemente el poeta León de Greiff. Lo mató uno de sus propios empleados que lo había amenazado con extorsionarlo por varios millones de pesos. ¿Te imaginas la ironía?. Que al tipo que inventó la expresión que habla de materia gris saliendo al exterior le haya pasado lo mismo que dicen que le pasó al que inventó la guillotina. Víctima de su propio invento, como se dice pero de forma más subliminal, con un giro…cómo podríamos llamarle a ese giro…surrealista? Yo no entiendo nada de arte, pero creo que por ahí va siendo. Aunque pensándolo bien es preferible decir realista porque lo que le sucedió al creador de frases célebres no tenía nada de sueños artísticos y en cambio sí mucho de real. Mi país es un reino de fabulosas contradicciones. Con decirte que el presidente de la república es miembro honorario de la asociación internacional de ladrones de cuello blanco. Algo así como una logia masónica pero con muchísima más plata. Y la gran mayoría de los integrantes del senado y el congreso nacional comparten una extraordinaria similitud con la junta directiva de las cinco familias de la mafia americana. No; no te digo mentiras. Es tánto, o más verídico que todo lo descrito por el cine americano sobre el crimen organizado en ése país. No, no es un país pobre. Por el contrario, es un país riquísimo. Por eso está en la miseria. Porque los que están arriba comen más que los de abajo. Y los que están abajo han vivido en una constante rebelión por más de medio siglo. Hace mucho tiempo los de abajo se armaron y comenzaron a robar y a matar como los de arriba y dejaron solamente a los que quedaron en el medio sin demasiado qué comer y desprovistos de protección. Entonces los que quedaron en el medio comenzaron a salir del país como vacas haciendo estampida. Igual que en las películas de vaqueros cuando los malos quieren arruinar al ranchero que tiene más ganado y quieren hacerle perder toda su manada. Ni más ni menos. Desde que comenzó la fuga de cerebros es lo más normal del mundo ver cada día fugas de presos, fuga de capitales y fuga de ideas. Por no decir nada de la fuga continuada de futbolistas y hasta de reinas de belleza que casi siempre se fugan con exportadores de narcóticos. Mejor dicho, en mi país se vive a diario una tocata y fuga de no acabar. A veces, cuando estoy tratando de dormirme en la mañana cuando regreso a casa, pienso en todas las cosas de las que me estoy perdiendo por estar aquí tan lejos. Lo que más extrañaba al principio era el contacto con los amigos. Hoy me queda únicamente el sonido de sus voces retumbando en las catacumbas del cerebro. Porque ni por teléfono me llaman. Es que la gente se olvida rápido cuando uno sale fugado del país. Pero también olvidan que uno no ha robado ni matado a nadie. Que solamente tuvo que irse porque allá la cosa estaba muy dura. Entonces las voces a veces me dan vueltas y vueltas en la cabeza hasta que me quedo dormido. Otras veces sueño que estamos en un bar de salsa rodeados de mujeres hermosas. ¿Que qué es eso? Bueno, un bar de salsa es un sitio de esparcimiento donde se escucha y se baila al son de una música bullanguera y arrebatadora que te hace saltar dentro de los zapatos. Te entra por los oídos, penetra el cerebro de manera escandalosa y te baja por el pecho y las caderas y te sale por los pies que no pueden estar ni dos segundos en contacto con el piso de la pista de baile. Parece uno un mono saltarín. Me hace acordar de esas gallinas de feria de pueblo donde el operador le mete fuego por debajo a una placa de metal sobre la que está parado el animal y, a medida que el metal se va calentando, la gallina no puede soportar la quemazón en la planta de las patas, por lo que tiene que brincar como si tuviera alguna enfermedad que le hiciera perder todo control sobre los músculos. Y entonces uno va con amigos y amigas a bailar salsa y a tomar aguardiente que es una bebida muy fuerte y embriagante que lo pone a uno a dar vueltas como un trompo zarandete y a hablar cincuenta mil babosadas por minuto. En Londres voy a bailar de vez en cuando, pero no es lo mismo. Allí la gente no sabe bailar como bailan allá en mi pueblo.
Ven, sigamos trabajando que se nos hace tarde y no hay tiempo para nostalgias. Subamos al segundo piso a ver qué recogemos no sea que nos sorprenda la aurora a medio terminar y aún no es tiempo de almohadas. Hablando de almohadas y, perdóname por hablarte de tantas cosas que no tienen connexion, cuando llego a casa cansado de trabajar toda la noche, tan pronto me acuesto me tengo que poner una almohada sobre la cabeza porque el ruido de los autobuses en la avenida no me deja dormir.Es cuando me pongo a rememorar las voces de mis amigos pues ya que no escriben les tengo que hacer hablar en mi cabeza. La voz que tengo más cercana al oído es la de mi mejor amigo, Memo. Esa es una voz que siempre me llega aguardientosa y lo que más evoco es su risa estridente. Y por lo general me está contando mentiras, porque para mentiroso no tiene igual. Después viene la voz de mi hermano menor muerto hace diez años. Esa voz no la busco demasiado porque es la misma voz mía y entonces me da pánico recordarla ya que me recuerda a mí mismo y es casi siempre para regañarme y prevenirme en contra de esto o lo otro, puesto que él sabía muy bien de mis inclinaciones al exceso. Pero eso era cuando la vida se prestaba al exceso, cuando había abundancia de mujeres y trago. Otra voz que me llega frecuente es la de mi madre, a quien tuve que abandonar cuando me vine a vivir a este país y dejarla al cuidado de extraños. Creo que nunca me lo voy a perdonar, a pesar que sé que ella ya lo ha hecho. Hay veces cuando no puedo dormirme por mucho tiempo y me agarran las nueve de la mañana desvelado y entonces escarbo en el archivo de voces que tengo y trato de evocar voces de amantes olvidadas; aquellas que han quedado extraviadas en los vericuetos del tiempo. O las voces de mis actores de cine predilectos. Cuando el asunto se pone desesperante de veras, entonces sintonizo la Voz de la BBC de Londres, con todas esas noticias de tragedias y masacres por todas partes del mundo y ahí sí, me duermo rapidito.
Anteriormente, quiero decir hace tiempo; antes de la invención del Internet y todas esas garrulerías ciberespaciales, me daba por releer las cartas que me enviaban mis amigos y me distraía antes de dormirme, pensando en el calor de los patios de aquellas casas que conocí en mi juventud; con sus árboles de mango al fondo de la casa y sus amplios corredores adornados con baldosas que tenían ese aire de palacio morisco tan ensoñadores. En mi mente veo aún correr de vez en cuando una lagartija verde azulenca, de esas que siempre me encantaron cuando niño. Me imaginaba al Memo sentado en su escritorio, fumando un cigarrillo mientras me escribía. Claro que en esa época Memo no era gordo y era más bien delgado y atlético, con su cabello rubio y sus ojos verdes que ponían a soñar a las muchachitas del vecindario, por no decir nada de las muchachas del servicio que suspiraban en secreto al verlo pasar, escondidas detrás de las persianas. Con esos ojos verdes me quitó dos novias cuando éramos jóvenes, el muy canalla. En ese entonces imaginaba a mis amigos y aún hoy día los vuelvo a ver, bajo el resplandor del mediodía, muy juiciosos y pensativos tratando de hilvanar alguna idea que pudiera sonar impresionante y hasta inteligente, luchando por llegar al final de la página que luego habrían de doblar y meter en un sobre de esos que tenían los bordes con colores azul y rojo como postes de barbería antigua. Digo los veía así, como en sueños, porque yo esperaba que ellos hicieran lo mismo y me imaginaran escribiendo, como un poeta romántico desde el exilio sentado en la soledad de alguna buhardilla frente a mi ventana desde donde se podía divisar el mar o una colina ligeramente inclinada pintada de un verde profundo. Con olas de fondo fosforeciendo más allá de un acantilado, que es como uno se imagina el exilio después de ver alguna película filmada en las Islas Británicas por Truffaut o Joseph Losey, qué sé yo. Es claro que la imaginación vuela y se esfuma como los colores del arcoiris. Porque de esa imagen romántica de mi juventud al exilio real; es decir, a vivir como vivo ahora en este reino del olvido, existe una gran distancia que hace imposible construir puentes que uno pueda cruzar. Los sueños se evaporan más rápido que la neblina del parque de Saint James en las mañanas y desaparecen todos los puentes que uno haya podido tender entre el ayer y el hoy. Así son de diferentes las cosas: el pasado es insalvable. Porque una cosa es leer cuentos de hadas y de escritores o poetas, que se han venido de su patria a aventurar por estos recovecos y otra es tener que pasar la noche entera revisando que los pisos estén limpios; que la caca que los visitantes han dejado sobre el blanco inmaculado de las porcelanas en los baños de todos los pisos sea eliminada, como si nunca hubiera existido, que los espejos brillen como soles. Te cuento que lo que más me enfurece es tener que arrancar los chicles pisoteados y adheridos a los mármoles de la escalera principal. Eso es algo que me hace hervir la sangre: la suciedad y el descaro de esta gente. Díme si no, mi querida Teresita Escobar. Bueno, ya ha pasado otra noche de trabajo y ha comenzado a alumbrar la tenue bruma de un típico día inglés. Ven, mi fiel escoba, que tengo que guardarte nuevamente en tu armario para que reposes hasta esta noche cuando te vuelva a ver.
Foto: Desmond Morris
Por primera vez en mi vida he extrañado estar en el trabajo. Mi mujer dijo que tal vez me estoy poniendo senil antes de tiempo. Yo no le contesté nada porque intuyo que en eso hay algo de verdad. Únicamente le comenté que me hacías falta, Teresita Escobar, y entonces me preguntó que quién eras y que si yo estaba enredado contigo (...)