1
Sobre la mesa, talladas las aristas de un mástil abatido, hay en primer término un antiguo tintero vacío de cristal muy grueso, luego unas cajetillas de cartón reciclable, unos papeles arrugados repletos, aparentemente, de apuntes caligráficos y también, al fondo y casi oculto en la desembocadura de todas las sombras, algo indefinido -quizá un ascua o un sarpullido cárdeno- que brilla medio sepultado por la ceniza. También mis codos soportando dos triángulos similares: los brazos apoyados, abiertos como un abanico imaginario de treinta grados; en un extremo la madera horizontal a modo de tangente, de obsesión por el perfil delimitador de los objetos, y en el otro, mi frente, sus arrugas de arena, su plano algo oblicuo pero muy próximo a la pantalla. Si cierro los ojos el dibujo se disuelve como en un inventario de objetos que nunca conseguiré enumerar ni poner en orden. Si los abro, la composición podría pasar por el boceto alquímico de algún puente colgante. Pero sólo si desecho el equilibrio arquitectónico de la maqueta, rompo los ángulos y pierdo todo punto de apoyo consigo alcanzar el teclado con las yemas de los dedos y garabatear estas líneas en el telar de la ideas.
O palpar su origen. Hasta que en el aire la gravedad me vence.
2
Después de noventa noches sin conciliar el sueño en el lecho -esa referencia es sólo matemática y, en este contexto, la fatiga no precisa de ninguna aclaración empírica- la única geometría reconocible es la del vigía enloquecido, los ojos como atabales, la mirada un glaciar, el cuerpo descompuesto, la piel huérfana de músculos, el tacto ausente, la sangre paralizada y al fondo –que aquí es un lugar interior ajeno al sentido del espectáculo- cierto simulacro de idea, similar a un ovillo, imitando, bien por inercia o ya por desistimiento o absoluta rendición, a la realidad en su conocida posición fetal de nacimiento o muerte.
Esta disyuntiva es sólo un punto insignificante en el croquis del tránsito, una anecdótica confluencia angular donde la voluntad y el deseo simulan seguir sendas paralelas –como las estrategias de la ascensión frente al instante de éxtasis en la cumbre- tan sólo para abolirse mutuamente. Sus distintas coordenadas no señalan un único lugar en el espacio, sino varios situados alrededor en un eje incapaz de contenerlos. Más aún. No hay ni asomo de convergencia entre la “cosificación” del objeto y el “objetivismo” del narrador, que -a su vez y aunque lo niegue- es autor y personaje de la narración que lo narra. Cierta ambigüedad propia del lenguaje y cierto deterioro de la imagen original en la memoria completarían la escena si no prefiriésemos dejarla abierta a sucesivas imposturas.
No hay ni asomo de convergencia entre la “cosificación” del objeto y el “objetivismo” del narrador, que -a su vez y aunque lo niegue- es autor y personaje de la narración que lo narra (...)