Es marzo Sobre la ciudad el cielo negro
huele a aguacero
Una vez más recuerdo todo
una vez más al menos
Václav Hrabè, Nana (Blues)
Si hiciéramos caso a Max Brod, el río Moldava fluiría en Si mayor porque así lo quiso Bedrich Smetana cuando compuso los poemas sinfónicos de Má Vlast (mi país). Pero el amigo de Kafka era tan poco de fiar como cualquiera de nosotros, no en vano terminó traicionando la última voluntad de un pobre moribundo. Por eso, conviene dudar de todo y hacerse cuanto antes a la idea de que la clave sonora que pudiera darnos acceso al caudal por el que fluye el tiempo que guarda los secretos de la ciudad de Praga permanece oculta e indiferente a las miradas de los recién llegados, que enseguida se ven seducidos por la imagen inmutable de la vieja dama de piedra.
La mayoría de las ciudades son lugares de paso, campamentos de tránsito existencial en el que se entremezclan y se entrecruzan los vaivenes vitales, a veces apacibles, a veces más estruendosos, de las gentes que las habitamos a lomos de existencias nómadas, formando generaciones de caravanas que persiguen el rastro improbable y enormemente difuso de esa quimera a lo que algunos llaman felicidad. Ninguna ciudad pertenece a sus habitantes, los habitantes vivimos enajenados la ciudad. Los verdaderos dueños de la ciudad son sus fantasmas, espectros errantes que pululan, como almas en pena, por los fragmentos a los que los encadena la memoria, en un juego de eternidades pérdidas, diseminadas en restos que le recuerdan al visitante la fugacidad de la vida frente a la permanencia y el cambio, aparentemente inmóvil, de la ciudad.
Praga, sin embargo, representa el logro arquitectónico de un enigma perpetuo. Es una ciudad de insomnios, donde la ensoñación permanece siempre en vela acechando en cualquier rincón las pisadas de los transeúntes. Nada es anónimo, todo habla. Hasta las casas tienen nombre: casa del león de oro, casa de la campana de piedra, casa del unicornio blanco. Todo en esta ciudad de cien torres envuelve al viajero que la visita en la atmósfera de un círculo mágico, entre triste y asombrosamente hermoso, del que nadie regresa indemne. Ni siquiera un experto en fugas como Rilke, que no se consideraba ligado a ningún otro país que al de la infancia, pudo eludir el encantamiento. Lo prueba que nos recordara que en sus calles “entonces se construían largas historias románticas, los puñales relucían en los fuegos de artificio y los príncipes más demoniacos de los cuentos infantiles adquirían la posibilidad de existir”.
Y es que Praga es, como la infancia, la ciudad del eterno retorno; un retorno que contiene más fantasmas que ningún otro lugar. El de Mozart, por ejemplo, toca de vez en cuando el órgano de San Nicolás de Malá Strana para saldar las numerosas deudas que le granjeó su afición a los naipes y a las mesas de billar. Cerca de allí, en el pabellón del parque de Bertramka, compuso el aria Bella mia fiamma, addio en cumplimiento de una promesa para con una mujer y una ciudad. El músico murió en la más absoluta indigencia en Viena y solamente en Praga varios cientos de personas se reunieron alrededor del réquiem que aquella conocida cantante amiga suya entonó en su honor.
Hay quien dice que el alma inmortal de Praga es musical y se esconde en un rincón del recinto amurallado del castillo formado por una hilera de casas minúsculas a la que se conoce por El Callejón del Oro. En ese lugar, en el que más tarde vivirían Kafka y el poeta Jaroslav Seifert, trabajaban decenas de alquimistas en la fabricación de elixir de la vida y oro. No es pues de extrañar que fuera Praga, precisamente, la ciudad de las andanzas de Mefistófeles. De hecho, en el corazón de Nové Mêsto (Ciudad Nueva), existe un edificio restaurado en el periodo barroco que, se asegura, guarda relación con la casa del Doctor Fausto en la que éste entregó su alma al diablo a cambio de la posibilidad de volver a experimentar las vivencias de la juventud.
Pasternak, que, muerto Rilke, aún le escribió alguna carta y que se dedicó a la poesía porque carecía de un oído absoluto para la música, sostenía que la inimaginable experiencia por la que pasó Fausto sólo podía medirse mediante una paradoja matemática. Es decir, una especie de abstracta aserción inverosímil que bien pudiera relacionarse con las combinaciones y las armonías sonoras de los extraños vocablos que empleara el famoso rabino de la actual calle Siroká, el cabalista Jehuda Liwa ben Bezabel ben Chaïm, para crear el Golem: Un hombre artificial, fabricado con arcilla y barro, al que daba vida una inscripción mágica que, como narra Gustav Meyrink, atraía las ocultas fuerzas siderales del universo. Pero a pesar de que las agujas del campanario del viejo ayuntamiento del barrio judío se mueven al revés, para el tiempo que se lleva el Moldava no se han encontrado las palabras que administren ningún remedio, y nuestros anhelos terminan, como nuestra despedida, junto a las esperanzas de los que yacen enterrados bajo las amontonadas lápidas del cementerio judío de Josefov, abrigando inútilmente el deseo de que la ciudad nos desvele el secreto de la eterna belleza. Llegamos pues al momento en el que hay que decir adiós y sin embargo, como dice Vladimir Holan, siempre quedarán por ahí algunos signos, en cierto modo, de más, con los que algún visitante especulará algún futuro: “Y en ellos, es verdad, no la perfección, aunque fuera el paraíso, sino la veracidad, aunque tuviera que ser ella el infierno...”
Ninguna ciudad pertenece a sus habitantes, los habitantes vivimos enajenados la ciudad. Los verdaderos dueños de la ciudad son sus fantasmas, espectros errantes que pululan, como almas en pena, por los fragmentos a los que los encadena la memoria, en un juego de eternidades pérdidas, diseminadas en restos que le recuerdan al visitante la fugacidad de la vida frente a la permanencia y el cambio, aparentemente inmóvil, de la ciudad (...)