Música, amor, violencia
Hubo entre finales de los años ochenta y principios de los noventa, un grupo de rock en castellano que nos tocó muy dentro. Eran Surfin Bichos, el grupo albaceteño de cuatro adictos a los sonidos sucios y las letras oscuras. Fueron adorados por el público independiente y hasta grabaron con una multinacional. Todavía recuerdo canciones como “Hermano carnal” o “El final de una quimera” cuando era poco más que un joven que buscaba sensaciones raras en una ciudad pequeña. Después, con pena me enteré de que los avatares de la vida y el mercado los disolvieron, aunque sus miembros continuaron en el activismo musical con proyectos como Chucho y Mercromina.
En 2007, Fernando Alfaro volvió a la carga con su nombre propio más una nómina de músicos, Los Alienistas, para componer y grabar un puñado de notables canciones tituladas genéricamente Carnevisión. Sin salirse de los registros que hicieron célebres a Surfin Bichos, el disco nos reencuentra con el sonido áspero y la voz medio alucinada, medio susurrante de Alfaro, en canciones de guitarras rugosas y melodías con luz. Los coros retro, los ritmos cambiantes, el órgano Hammond y los arreglos de viento y cuerda envuelven los textos a veces crípticos, a veces claros, pero siempre inspirados y con un raro sentido del humor.
Con Alfaro siempre me he preguntado muchas cosas. ¿De dónde le viene esa fijación por las palabras bíblicas y los giros eucarísticos? ¿De dónde le viene esa forma completamente distinta de cantar sus letras, con su acento de loco a punto de descargar su subfusil en el centro comercial?
Poco importa. En Carnevisión canta a la vida en el filo de aquellos que tiene un pie en el infierno y otro en el cielo. Cuestión de ilusionante desesperación. Hay problemas de sueño, amor que se acaricia y amor que se esfuma, y un par de temas dedicados a la violencia colectiva y holocáustica que hacen más grande el disco. Urra por el Coro de Mineros y por el Coro Gregoriano de esas canciones y por el trasfondo tenebroso, de gran fuerza literaria, que esconden. Por su hermosura recomiendo “Luz de gas” y su ritmo ternario como un resumen de la música tranquila de Alfaro. Por ese contraste entre estribillos claros y dolor en la garganta aconsejo “Con las manos en la sangre”. Por los cambios de estilo entre un tema y otro (aromas vaqueros, toques de right-time, pop bailable y rock-después-de-todo-el-rock) y por el desasosiego y la tristeza como fuente de belleza inquieta, propongo que los oídos sensibles al rock abollado compren este disco y lo escuchen.
Azul y blanco
Todo lo contrario. La Casa Azul es todo lo contrario. Electrónica a raudales, ingenuismo y música que a veces parece sacada de una sintonía de dibujos animados... Azul y blanco. Pistas de baile con sabor ochentero para problemas de identidad y, sobre todo, para cantar con fuerza los sentimientos agridulces de la pérdida y el reencuentro.
La Casa Azul son, ante todo, muy divertidos. Hay muy poco prejuicio y un manejo ejemplar de los ciclos armónicos del pop más naif y de toda la panoplia de ruidos y efectos electrorretros. Las melodías son juguetonas; los ritmos resultan acelerados a veces y otras reposados y en una misma canción podemos encontrarnos, como en un colage sonoro, tres o cuatro, como sucede en “El momento más feliz”.
En las letras no faltan los detalles pop de la contemporaneidad, con Deco, Chayanne, Astrud y un montón de nombres de medicamento, pero también esas frases que hacen del género algo mucho más serio de lo que algunos han pensado. Sí, esto es música, como diría José Luis Pardo, y hasta arte y verdad si se mira con los ojos que piden nuestro loco tiempo.
Loco tiempo, sí. Optimismo, diversión y ganas de vivir. Qué más da, si al final... “Tengo la sensación de que es todo una gran mentira / Una perversa maquinación / Que nos seduce y nos hipnotiza”. No solamente La Casa Azul tiene esa sensación. Por eso es inevitable recomendar “La revolución sexual”, un rompepistas para bailar solo, sola, en pareja, en grupo, en pijama, en bermudas, con chaqué... “El momento más feliz”, con sus cambios de ritmo y de humor. Y, en general, un disco que lo puede escuchar desde tu sobrina de seis años hasta tu anciana madre, si mantiene las orejas abiertas al loco mundo del siglo XXI.
La Casa Azul son, ante todo, muy divertidos. Hay muy poco prejuicio y un manejo ejemplar de los ciclos armónicos del pop más naif y de toda la panoplia de ruidos y efectos electrorretros (...)