Siempre había considerado lo mágico de aquel edificio. Sus escarpadas piedras no le privaban de soñar con torreones medievales, lugar de dragones, mágicas atalayas y célebres hazañas. Siempre había soñado con contrastar qué era aquello que debiera verse a tal altitud. No sabía cómo sabía el amanecer desde aquella altura, si en aquel mundo había mar y cielo, tierra y aire. Soñaba con los ojos abiertos, con la cola pegada y las piernas adheridas a su presente terreno. Su sangre de reptil se revelaba ante el tópico, excitación y nerviosismo en una psique, que primordialmente, parecía ir encaminada hacia la ignorancia y lo estático.
Dos pasos de lagartija y el animalillo continuó su periplo errático. Los polvos de piedra que se generaban con la escalada no hacían daño a la inmensidad del gigante pétreo. Todo era piedra fuerte y bien puesta, orden en la colocación, como corresponde a toda preciada fortaleza. La alimaña no retrocedía, al primer subir vio las cabezas de esas espigas por las que tanto había transitado. Cenizos y demás hierbatos no impresionaban a tan peculiar catedrático en botánica, experto en semillas, basura e insectos con los que saciar el estómago.
La lagartija subía y subía. De la espiga pasó a ver campo. Lejos de parecer algo nuevo, todo le aconteció rutinariamente común y cotidiano. Trigos encañados como tantos hubiera visto antes, cebadas a punto de ser recogidas, y algún que otro cordero, que no pudiendo pisarle, era observado con cierto descaro y recelo. La lagartija se esperaba algo más, subir el torreón era costoso y caótico, sólo se tenía certeza del esfuerzo pero no del resultado. La lagartija continuaba. A todo ello, decían que por aquél lugar medraba la cigüeña... ¡quién pudiera volar e ir directo al destino que tanto le estaba costando!
Conforme avanzaba la visión cambiaba en un mismo tipo de idénticos. Nada nuevo sino lo mismo en otra óptica. A un lado carrascas de oliváceas hojas, al otro choperas y vegetación de ribera. En un horizonte el Ocejón, en el otro, el Moncayo. Tanto esfuerzo invertido para seguir admirando lo mismo que viera antes del inicio de tan funesto tiempo. Ser más viejo en derroches pero igualmente joven en reconocimientos, picar en el cielo, ser minero de los aires más etéreos.
Al fin, el minúsculo lagarto llegó al nido. Desde la torre todo parecía idéntico pero con diferente tamaño. Los tejados del humano se asemejaban al chocolate, pequeñas tejas tostadas que imitaban el pelaje del escamado vidente. Los árboles parecían hierbas, y éstas ni se veían. Los picos estaban más próximos, los sueños más lejanos. El lagarto empezaba a comprender que quizás lo que allá veía era el Mundo, su hazaña un mero periplo de vida. ¡¿Cómo podría sanar la ceguera sin haber subido el torreón islámico!?
Un instantáneo viento pareció reírse del hecho. Mucha piedra junta para dar acta de tanto esfuerzo. El lagarto, pese a todo, ya no era el mismo. Comprendió que el haber subido era un paso previo a la posterior bajada, una forma en la que invertir el tiempo, que necesariamente deberá ser gastado. La inversión le trajo conocimiento, el sueño pasó a ser realidad, y en el lugar se estaba a gusto y con todo tipo de insectos. ¡Dolce Vita so previo esfuerzo! El lagarto feneció de cansancio sintiéndose descubridora el más vital descubrimiento: la Vida era eso, algo que muchos compartían, pero con diferente utilidad e incentivos, para un mismo terreno...