A veces, el muelle de la acción salta de improviso, se expande y sus círculos metálicos, entonces, se convierten en elipses, en parábolas, en líneas abiertas hacia un punto indeterminado del espacio, del tiempo, de ese enjambre en el que creemos guardar sólo la memoria de las cosas y también se nos acumulan sus restos: el olvido gradual de los nombres, la progresiva indeterminación de sus significados.
Ahora el gesto nos mantiene confortablemente instalados. Todavía hay luz. Una mano deja su firma en el lienzo y esparce sus mínimas huellas dactilares como si el cuerpo fuera el lugar único de la pasión. Quizá lo sea, pero también lo es del desencuentro, del éxodo, de la sucesiva catástrofe en que nos convertimos cuando nos sabemos incapaces de soportar el absurdo y aburrido guión del que creíamos –podríamos jurarlo: lo hemos hecho muy a menudo- el mejor, el más valioso, de nuestros propios personajes.
Pero la identidad es una fábula escondida tras un telón que ahora sube y luego –también ahora- baja. Desconocemos quién maneja el mecanismo, quién acciona las palancas, quién se acuerda de nosotros cuando llega la noche y en mitad del sueño alguien nos arranca del universo y nos lleva muy lejos o muy cerca, a un lugar insonorizado y aséptico donde no somos más que un pálido brote de asfixia.