Luke nº97 Junio 2008

Sobredosis literaria

Novelas y ensayos que tengo que reseñar, por obligación. Los manuscritos que me pasan los amigos-escritores, pendientes de lectura y opinión. La novela que estoy escribiendo, exigente y caprichosa como una amante despechada. Los diez cuentos que repaso y desbrozo mil veces, antes de su publicación, allá por octubre. Libros que se ofrecen como un bombón envenenado, dado que su autor espera una reseña favorable, aunque no la pida. Los libros-objeto que ponen en circulación mis amigos-editores; historias con alma que me gustaría dar a conocer desde la más sincera admiración. Los manuscritos que tengo que valorar, en plan juez, para un premio ruidoso pero de escasa dotación. Los papeles que se me acumulan en la mesilla, que nunca leeré porque, sencillamente, no me interesan. Los títulos que me llegan porque a la editorial que empieza le parece oportuno agasajarme, sólo Dios sabe por qué... Lamento la impertinencia, pero estoy hasta el copete. Y digo copete porque carezco de atributos más elocuentes.

Hubo un tiempo, hace no tanto, en que la lectura era ante todo placer. El placer de prendarme de un personaje, de una historia, de un autor. El placer de caminar a su lado y demorarme durante doscientas páginas, retrasando todo lo posible el asalto al párrafo final. El placer de aprender gracias a un texto, de viajar y crecer sin mover los pies. Sí, ya lo sé: tengo mil reseñas pendientes, mis títulos pendientes, pero, sobre todo, tengo mucho placer pendiente que, desde mi lado más egoísta, reclama toda mi atención. Porque no quiero profesionalizarme como lectora. Porque no me da la gana de leer por obligación. Que no, que no. Que el placer no es tarea para nota, que lo lúdico y lo lúbrico nunca deben ser una imposición.

Como ocurre frecuentemente, el placer llegó cuando menos lo esperaba. Le conocía como editor; coincidíamos en todo tipo de saraos literarios, pero hasta ese día yo ignoraba que escribiese. Me pasó su novela en un café de Huelva, emboscado entre dos poemarios. “La hembra del centauro”. Colección: la miel. A primera vista, y a pesar de que el género no es uno de mi favoritos, me pareció prometedor. Pero, para bien o para mal, el libro pasó por las fases habituales: primero, la mesa de mi despacho, donde el naufragio pinta como inevitable. Posteriormente, traslado al caos organizado – por fecha de entrada- de mi mesilla. Curiosamente, sólo se quedó ahí dos días, dado que lo devoré. Con ganas y sin ningún tipo de obligación. La historia es una idem de corte clásico y final predecible: mujer joven e insatisfecha es requerida en una mansión apartada para inventariar los fabulosos libros de la biblioteca familiar. El dueño de casa es un personaje huraño y enigmático, recién llegado de ultramar. Pasan los días, con los previsibles sobresaltos, mientras las criadas le van haciendo partícipe de la peculiar leyenda de la casa. La figura del caballo, luego centauro, es una constante que se recrea en diversos rincones del jardín. Resumiendo: Ambiente gótico- asilvestrado, la Bella y la Bestia, Lady Chaterley revisited. ¿He de decir que se trata de una deliciosa novela erótica, que está escrita con maestría, que la disfruté de principio a fin? Qué delicia poder leer, por fin, lo que me da la gana. Y dar con la novela adecuada. ¡Qué placer tan íntimo el de leer por el mero gustazo de leer!

Opinion

Inés Matute

Formas

Hubo un tiempo, hace no tanto, en que la lectura era ante todo placer. El placer de prendarme de un personaje, de una historia, de un autor. El placer de caminar a su lado y demorarme durante doscientas páginas, retrasando todo lo posible el asalto al párrafo final. El placer de aprender gracias a un texto, de viajar y crecer sin mover los pies. Sí, ya lo sé: tengo mil reseñas pendientes, mis títulos pendientes (...)