L’Auteur est censé nourrir le livre,
c’est-a-dire qu’il existe avant lui,
pense, souffre, vit pour lui.
Roland Barthes
La tenía sobre la mesa de la cocina, salpicada por gotas de café con leche, acorralada por los restos de la magdalena que había desayunado horas antes. Horas antes ya. Estaba en mi despacho, en la otra punta de la casa, y no podía evitar pensar en ella. Allí, abierta de par en par sobre el periódico del día, como un imán que había magnetizado el resto de la casa y había sumido en un desorden total mi dudosa capacidad de concentración.
Me acerqué de nuevo a ella, y resolví acabar con aquella situación de la única manera posible.
“El texto que tengo entre mis manos es una muestra evidente de esa muerte del autor que preconizaba, ya en 1968, Roland Barthes. De todos modos, este libre albedrío textual acaba hundiendo la novela en un amalgama de interrogantes, de preguntas sin resolver. Es posible que este libro hubiera ganado mucho si el autor hubiese sido más valiente, tanto como para no ignorar que el texto que tenía entre sus manos es suyo, y no del espacio literario en abstracto”, escribía. No podía olvidar aquel párrafo.
¿La muerte del autor? ¿Libre albedrío textual? ¡Estaba hablando de mi libro! ¿Qué lugar quedaba para mí, escritor abandonado por sus propios textos? ¿Qué tenía que ver Roland Barthes con todo aquello?
Regresé a la cocina. Ella me había retado, ella había querido matarme a través de mi novela. Todavía grasiento, muy cerca del periódico, brillaba a contraluz el cuchillo con el que había cortado el jamón de mi desayuno. Envuelto en un trapo, lo guardé entre las páginas de mi primer libro: La estación donde el tren nunca se para, que había recibido unas críticas francamente benévolas y magnánimas, hasta aquella misma mañana.
El metro se paró en la estación, como si quisiera indicarme que aquello ya no era ficción, que mi novela había quedado atrás, muerta, en el mismo ataúd donde ella me había encerrado. Un par de estaciones y llegaba a la escena del epílogo, donde seguramente podría encontrar a la asesina, regocijándose frente a su delito. Sepultado entre otras víctimas de la hora punta, no podía quitarme su imagen de la cabeza. La conocía, todo el mundo la conocía y sabía cómo las gastaba, aquella criminal. La muerte del autor... aquello era una cuestión de supervivencia.
No tardé mucho en salir del tren y pisar el asfalto de la calle, bajo un generoso día de primavera. Nada que ver con la lluvia y el frío, omnipresentes en mi novela. Parecía como si hasta el tiempo se hubiera empeñado en hacer desaparecer La estación..., que pese a todo cada vez me parecía, más palpable, menos ficticia.
De algún modo, al entrar en la redacción del periódico, me encontré envuelto en mi propio libro. El vestíbulo del edificio, uno de los más altos de mi ciudad, era idéntico al vestíbulo de la estación de trenes de aquel pueblo inventado para mi ficción. Los ascensores, pensé, ya no dan a los pisos superiores, sino a los andenes inútiles de mi estación.
La recepcionista ya no era la secretaria, sino Amanda, la misteriosa protagonista de mi novela, que soborna al alcalde con su cuerpo por una dosis diaria de heroína. Con su “Buenos días” parecía querer sobornarme a mí también. No lo iba a lograr, por supuesto: yo era ella, yo era su autor, y seguía vivo.
-¿Qué desea?
-Soy el autor de La estación donde el tren nunca se para, y tenía una cita con la crítica literaria del periódico -mentí.
-Tome el ascensor de la izquierda. Séptima planta –dijo con sequedad, entregándome una tarjeta de plástico que tenía que utilizar para acceder a la zona de despachos.
El detector de metales me traicionó.
-¡Maldita sea! –grité para mis adentros.
-No se preocupe, pase, pase –sonrió el vigilante de seguridad, que ya no era vigilante de seguridad sino Mr. Night, el proxeneta asesino que se alía con el alcalde en mi novela. Sabía a qué había venido, y por eso me dejaba pasar, pese a las advertencias del detector de metales-. Este aparato siempre pita. Usted no le haga caso.
No pensaba hacerlo.
El ascensor tardó una vida en llegar al séptimo piso.
Me pareció interesante observar que mi impaciencia no se traducía en nerviosismo. En La estación..., Night notaba un sudor frío en las manos antes de degollar a Amanda, en la escena culminante de la novela. El corazón le latía como si tuviera que batir alguna plusmarca, y mi personaje apenas podía controlar las muecas de su cara. En cambio, yo me sentía seguro, fuerte, lúcido. Quizás Night era un personaje demasiado débil.
-Buenos días, ¿puedo ayudarle? –me interrumpió una nueva secretaria. Le entregué mi tarjeta.
-Hola, vengo a ver a la crítica literaria –mi tono de voz era más grave que de costumbre, quizás porque aquella era la voz que le había dado a Paco Tejedor, el alcalde de mi pueblo imaginario y víctima principal de la pérfida Amanda. Si ella quería verme muerto, había conseguido exactamente lo contrario: yo ahora era muchos, era Paco Tejedor, era Night, y era yo mismo. Era todos los personajes de mi novela y a la vez era el autor, narrador y narratario. Todas las instancias narrativas sin excepción.
-Está en su despacho, el último de este pasillo –dijo la recepcionista, mi cómplice, yo mismo, señalando a la derecha-. ¿Le está esperando?
-Creo que sí –sonreí, atravesando mi último obstáculo.