Fausto Fortunátez tenía el defecto (o la virtud: no lo sabemos) de tomar al pie de la letra todo lo que se le decía. Personalmente era incapaz de decir nada que no correspondiese exactamente a su idea de lo cierto o de lo justo –no hablemos ya de mentir o maquillar la verdad; por ello resultaba igualmente incapaz de imaginar que nadie dijese nada que no fuese su intención cabal o su verdadero sentir. Ello le acarreaba innumerables disgustos.
Ayer, sin ir más lejos, entró en un estanco. Fausto no fuma, pero tiene la costumbre de masticar chicle sin azúcar entre horas para matar el hambre. Pidió un par de paquetes de clorofila, que son los que más le gustan. Era la hora del bocadillo y el encargado del quiosco y su hijo, que al parecer consideraban el lugar apropiado para la merienda, consumían respectivos y apetitosos bocadillos de salchichón con mantequilla sobre el mostrador.
-¿Cuánto es?
-Uno veinte, por favor.
-Aquí tiene. Y que aproveche.
-Gracias. Si gusta.
Fausto no comía entre horas, para intentar no alimentar su tendencia a engordar demasiado; de ahí lo del chicle. Pero echó un vistazo al bocadillo de su interlocutor, que seguía hincándole el diente con evidente fruición, llegó a vislumbrar el brillo de la mantequilla entre el pan, que convocó agradables evocaciones de su infancia, y decidió aceptar el ofrecimiento.
-Pues muchas gracias, tomaré un poquito.
-¿De qué? –preguntó distraído el estanquero, mientras mordisqueaba los bordes salientes de algunas rodajas de salchichón que habían quedado mal colocadas, creyendo que Fausto se refería a algún artículo del que se habría perdido una mención anterior.
-Del bocadillo. Muchas gracias.
-¿Cómo? –el estanquero había dejado de mordisquear; quería entender la conversación y miraba alternativamente a Fausto y a su hijo, quien, divertido, también había suspendido la merienda.
-No, que como me ha ofrecido su bocadillo y vengo con un poco de hambrecilla, pues que sí, que le acepto un par de mordiscos.
-Yo no le he ofrecido el bocadillo. ¿Me está tomando el pelo?
Fausto no podía creer lo que le sucedía. Más triste que indignado, protestó:
-Pero claro que no. Yo le he deseado buen provecho y usted me ha dicho: “Si gusta...”
El estanquero se limpiaba la mantequilla del bigote con el dorso de la mano y miraba a su hijo, que empezaba a sonreír abiertamente. A él, en cambio, no le hacía ninguna gracia lo que consideraba broma de mal gusto. Dejó el bocadillo sobre el mostrador –la mantequilla caliente se esparció un poco sobre el cristal– y se puso serio:
-Oiga, si no tiene otra cosa que hacer que reírse de la gente, vaya a escoger otro sitio. Aquí tenemos trabajo.
-Pero si yo no me río –sonrió Fausto–; usted me ha ofrecido su bocadillo y yo he aceptado; no me empeñaré, pero conste que usted me lo ha ofrecido, no quisiera que me tomase por pedigüeño...
El estanquero había tenido una discusión con su mujer esa mañana; y el día antes le habían entrado en el estanco unos jóvenes que se habían burlado de él y se habían llevado unos cartones de tabaco sin pagar.
-Mire: ya me he cansado de tonterías: salga inmediatamente de mi estanco.
-Pero...
-¡Le he dicho que salga, cojones! –amenazó, con los puños cerrados sobre el mostrador.
Fausto salió del estanco sin despedirse y sin intención de volver. “Mira que hay gente rara por el mundo”, iba pensando. “¿Por qué me encuentro siempre con esta gente?”, cavilaba. El hijo del estanquero, mientras, tranquilizaba a su padre, que estaba a punto de llamar a la policía.