Estoy en la ciudad. Aquí los portales encierran patios donde desembocan angostos laberintos con encrucijadas repletas de inscripciones ilegibles: quizá sean el plano perdido de la memoria o algo mucho más sencillo, las coordenadas del pozo de agua oscura y cristalina donde yacen, acuñados bajo tres capas de noche y en su lengua original, los nombres.
Mientras tanto, las arterias exteriores vuelcan su savia por las alcantarillas como si fueran árboles desangrándose y una membrana finísima –de aspecto frágil y flexible y muy próximo a la locura- nos une a las palabras como a las cosas.
Lo sé. Deambulamos sobre los andamios con la pesada obsesión del equilibrio, del equilibrio pese a todo, el lastre con vistas del vértigo, la falta de mejores perspectivas que las del vacío, la ensoñación previa al abatimiento, la dilatación del tiempo en la sien palpitante, el antiguo ardid de las paradojas, la lente gruesa que deforma las distancias y nos las devuelve vestidas con la polvareda densa de todos los espejismos, el lujo de nombrar el mundo –ahora con este nombre, después con otro- como si fuéramos, al menos en parte, reales y nuestra carga tuviera, no sólo peaje, sino también algún destino. Lo tiene o no lo tiene.
No es la hora, todavía, de las conclusiones. Soy sólo la sombra que siempre tiembla cuando la imaginas. Estoy donde llueve, afuera y adentro. En el andén donde principian y concluyen todos los viajes, en la estación central de un cementerio submarino donde unos buscan reposo y otros vigilia. Todos, sin embargo, sabemos de la extraña presencia de la tensión en los sueños y del rumor de un movimiento imperceptible -la realidad lenta de la creación- que nos convierte, uno a uno, en piedra de río, hielo de glaciar, raíz aérea y, finalmente, en nada.