Luke nº98 Julio - Agosto 2008

Pekín y sus poetas

Llegué a Pekín por primera vez a principios de septiembre de 1997 y allí viví mi primer año en China. Llegué con una pequeña maleta, con unos cuantos libros en un bolso de cuero y hablando literalmente cuatro palabras en chino. Ése era el único equipaje que llevaba cuando puse mis pies en el aeropuerto, más la incertidumbre de un joven que acababa de terminar sus estudios de postgrado un par de meses antes en la facultad y que hasta entonces apenas había salido de su provincia. Aquel día que llegué a Pekín, en septiembre de 1997, no era consciente de que me iba a quedar viviendo ocho años en China.

Recuerdo el Pekín de 1997 como una ciudad océano, bosque desangelado de cemento y acero, poblado de edificios grises y altos rascacielos, donde once millones de almas se debatían a diario para hacerse un hueco en las calles de la ciudad y, entre ellas, yo me sentía como una gota de mercurio en un vasto mar contaminado. Para un joven que venía de una vieja ciudad como Granada, Pekín se me presentó como un lugar inhabitable. Pero en ese caos de cemento, asfalto y vidrio, pude encontrar mi espacio de quietud en esos antiguos jardines imperiales que aún se mantienen recogidos y salvaguardados entre esa inmensa geometría de nuevas avenidas y desmesurados bloques vanguardistas de acero y hormigón que desafían la ley de la gravedad. En la propia Universidad de Pekín tenía como lugar predilecto el Lago sin Nombre, y su pequeña isla, donde rara vez faltaba a la cita con el crepúsculo. Un poco más el noroeste se encuentran los jardines y el lago del Palacio de Verano y, muy cerca de allí, las antiguas ruinas del palacio del Yuanmimyuan, paraísos inolvidables de mis largos paseos dominicales. Y en el centro de la metrópoli, tras las altas murallas de la parte posterior de la Ciudad Prohibida, el parque del Mar del Norte y los famosos callejones colindantes al lago, donde a menudo buscaba refugio en las numerosas y confortables casas de té que allí se esconden como reliquias de aquella vieja capital que en su día estuvo protegida por una enorme muralla. Sólo en esos inmensos jardines, construidos durante las antiguas dinastías, me sentía en esa China que yo buscaba antes de aterrizar por primera vez en Pekín.

Durante aquel primer año tuve la oportunidad de conocer a un grupo de jóvenes poetas. Se autodenominaban “los poetas no oficiales” de la literatura china contemporánea. Ahora, diez años después, algunos de ellos se han convertido en leyendas vivas de la lírica actual de este país. Recuerdo que fue el poeta Hu Xudong –que asistía a mis clases de español en la Universidad de Pekín- el que me puso en contacto con ellos. Allí conocí a Zang Di, Xi Chuan, Wang Jiaxin, Ouyang Jianghe, Xi Du, Jiang Dao, Zhou Zan y Leng Shuang. Todos ellos estaban inmersos en un proceso de renovación de la poesía china que entroncaba directamente con el movimiento cultural de las primeras décadas del siglo XX, cuando aún la literatura no se había convertido en un brazo propagandístico de la política. Diez años después estos poetas siguen buscando nuevos caminos de creación y, paralelamente, están haciéndose con un puesto relevante en el panorama poético internacional. Antes de mi llegada ya sabía de la posición tan privilegiada que ocupa la poesía en la cultura de este pueblo. Mi paso por Pekín me corroboró que en esta China inmersa en una economía con cifras anuales abrumadoras, la poesía sigue ocupando una posición importante en la cultura, aunque ya no tanta como en la China antigua. Sólo basta pasarse por una librería con solvencia para darse cuenta de que no exagero con mis palabras.

Tarde casi siete años en volver a Pekín. En ese intervalo de tiempo llegué a vivir en otras cuatro ciudades chinas, recorrí en tren y coches de línea medio país, dormí en decenas de hostales y hoteles cuyo nombre ya no recuerdo, y cuando llegaba a cada nuevo lugar me sentía como un hombre sin tierra que nunca sabía dónde iba a dar con mis huesos un año después. La última vez que regresé a Pekín era verano, hacía ese calor bochornoso y húmedo propio de los meses de julio y agosto que abrasa las tierras de China –siempre bajo la amenaza de la lluvia arrolladora de un tifón imprevisto- y me sentía perdido en una ciudad que había seguido creciendo en los últimos años a un ritmo trepidante. Sólo en los antiguos jardines imperiales se mantenía todo igual, como si fuesen espejismos de un pasado glorioso que ya sólo podemos soñar contemplando las viejas pinturas de paisaje que cuelgan de los museos, mientras los impresionantes rascacielos los acechan desde las alturas con una mirada desafiante.

El último verano que estuve en Pekín me sentía perdido en una ciudad en la que viví uno de los años más extraños de mi vida. Cuando caminaba por las nuevas avenidas me era difícil orientarme. Pero aún guardaba muchos recuerdos de aquellos días ya algo difuminados en la niebla de la memoria. Y, especialmente, recordé las noches de poesía en ese mar de luciérnagas de neón crepitando bajo los rascacielos de Pekín, en una ciudad océano, paradójicamente, tan poco propicia para la poesía. Baudelaire cantó a la ciudad en sus poemas en prosa y con él nació el lirismo moderno. Los poetas actuales chinos han seguido su estela y ellos saben, como lo supo Baudelaire, que la poesía puedes encontrarla por sorpresa en cualquier esquina de la ciudad.

Opinión

Javier Martín Ríos

Pekín

Durante aquel primer año tuve la oportunidad de conocer a un grupo de jóvenes poetas. Se autodenominaban “los poetas no oficiales” de la literatura china contemporánea. Ahora, diez años después, algunos de ellos se han convertido en leyendas vivas de la lírica actual de este país (...)