Joseph Campbell era un señor muy pizpireto que sabía la pera de religiones comparadas, mitologías varías, historia en general y bastante filosofía… y un buen día le dio por escribir un librito muy mono que, inspirado en los arquetipos jungianos, concluía en una suerte de prototipo del personaje del héroe que George Lucas utilizó para hacer su famoso Skywalker, convirtiéndolo así en el paradigma de guionistas y directores del cine moderno. Eran otros tiempos, cercanos en el calendario, pero infinitamente lejanos en el comportamiento de ese mismo inconsciente colectivo que ahora se sienta en las salas de cine.
Los medios de comunicación de masas son un animal joven pero muy crecidito para el que cumplir su función, comunicar, resulta cada día una misión más compleja. El público ha desarrollado estrategias, ha aprendido códigos y se ha autoconvencido de su videncia, de su lucidez en su enfrentamiento ante el acto comunicacional. La comunicación, lejos de lo que pueda parecer, es un finísimo hilo de araña que se tiende entre dos inconscientes. Lo concreto, lo que pertenece al terreno del consciente, representa una parte ínfima, incluso sustituible. El mensaje es un ente complejo y sutil, profundo como un perfume que se evapora en frasco abierto. La gran dificultad, el reto de la contemporaneidad, radica en que, a menudo, el público confunde el frasco o el líquido que lo acompaña con el perfume en sí. La utilización superficial de los códigos fijos que ha aprendido en los mismos medios y que aplica una y otra vez de forma vana y superficial, en lugar de facilitarle el desciframiento del mensaje, se traducen en barrera que limita la posibilidad de la comunicación, en ocasiones, hasta su anulación. La nariz del público “listo”, ese que no se deja engañar fácilmente, se queda pegada al frasco cuya excesiva cercanía le impide ver incluso el propio frasco. Debe de ser por eso que apenas nos queda poesía…
Es ese público listo el que se ha dado cuenta de que el último capítulo del bueno de Indiana Jones está plagadito de incongruencias y errores varios de tipo geográfico, lingüístico, histórico y demás zarandajas… y, desde luego, no hay quien les quite la razón. Tampoco les costaba tanto no mezclar Cuzco con las famosas pistas de Nazca, o Perú con México ni tantos otros “detallitos” que sólo sirven para alimentar la fama que ya tienen de ignorancia supina… que sí, que no le digo yo a usted que no. Pero, yo me pregunto, ¿Por qué hay tantos de mis alumnos que vienen a clase a perder el tiempo y después van al cine a que les den clase? El cine, los cuentos de hadas, las historias de princesas y esas cartas de amor que ya nadie escribe se inventaron para soñar. Las cosas que cuentan, la información que transmiten, no tienen nada que ver con la presentación de una tesis. Aspiran más bien a deslizarse por entre los entramados de los amasijos de nuestro inconsciente, de nuestras emociones, de ese poso subyacente y cierto que nos configura como los individuos que somos, herederos de milenios de historias, autores de sonrisas y lágrimas, navegantes eternamente perdidos al desamparo de brújulas imantadas a cuya reparación deberían ayudarnos esas historias que con una torpeza enciclopédica evitamos. Se diría que usamos los datos a modo de responso para exorcismos ante la posibilidad de soñar, de abandonar por un solo momento el barco de una realidad que nos oprime y nos anula el alma, pero a la que, en cambio, nos agarramos como a un clavo ardiendo. Corren tiempos en los que hay que tener cuidado con ser amable, porque eres un cursi; hay que vigilar la poética, porque eres un hortera; hay que destripar la película, porque si no eres un ignorante que se deja engañar por los medios; y hay que declararse apolítico porque todo es mentira. Ya, sólo que esa es la premisa, cuando me siento en una sala de cine pago para que me engañen, al menos, para que el duro trabajo de ser consciente, real y racional todo el día baje las defensas y durante un breve espacio de tiempo mis más ilusas ilusiones campen a sus anchas. Se impone una urgente recuperación de Romeo y Julieta.
¿Sabían ustedes que dormimos fundamentalmente para soñar? La obsesión compulsiva por racionalizarlo permanentemente todo, lejos de demostrar nuestra inteligencia demuestra nuestro temor y nuestra incapacidad para vivir la vida plenamente. Amén de constituir un gran método para alcanzar la neurosis. ¿Por qué nos empeñamos en confundir las churras con las merinas y seguimos pidiéndole al cine que se erija en preceptor y maestro? El cine es cine, no es nada más. Su terreno es otro, no el de la geografía sino el de la ilusión, el de la emoción y el de la mágica verdad que no necesita de la cartografía de la razón. El aterrador descubrimiento de mis alumnos que, (gracias a casuales navegaciones por la red, todo hay que decirlo, que no a otra cosa), les lleva a poner el grito en el cielo al saber que Orellana desaparecido en medio de la selva jamás tuvo una tumba, no demuestra si no que, uno, su desconocimiento de la historia es exhaustivo y, dos, su inmensa y lamentable incapacidad para soñar, para diferenciar el mundo real de esa otra realidad, imprescindible para la vida y para su desarrollo como personas completas, que reside en el inconsciente. Ese lugar al que ellos no parecen tener acceso, ese mismo lugar secreto en el que reside Indiana Jones, Skywalker, Neo, Peter Pan, la bruja del bosque, el lobo feroz y mi amor por ti. El laberinto del Fauno, si ustedes quieren llamarlo así. Es allí donde mis ojos se tropezaron un día de abril con los tuyos y comprendí que te amaría siempre; ese lugar donde la tierra se abrió repentinamente bajo mis pies y tuve que elegir entre saltar o morir; donde la muerte con su inmensa guadaña depositó por un breve instante sus gélidos dedos sobre mi hombro y entonces, amarrada a mi brújula secreta confíe en mí y la oscuridad se tornó luz al final del túnel y un campo de margaritas blancas y amarillas brotó bajo mis pies. Desconfíen, porque algún listo les vendrá a explicar que todo esto no son más que majaderías, porque, en realidad, para siempre es un adverbio de tiempo que en este caso vino a significar dos meses; abismo no es sino una vulgar crisis de ansiedad justo antes del examen práctico para obtener el carnet de conducir; y todo lo demás sólo se refiere al largo camino de la terapia sufrida para sobrevivir a un cáncer. Pero que nadie se engañe, porque todo eso necesita de un motor interior que no radica en la razón. Y ese motor se entrena y se crece y se perfecciona cada vez que desconectamos la enciclopedia y nos echamos en los incansables brazos de Indi, que nos agarramos a la espada de luz de un caballero jedi o que depositamos nuestros labios en los de él o los de ella después de haber atravesado incontables aventuras para cuya única recompensa son sus brazos y la humilde pero cálida luz del hogar. Si Campbell levantara la cabeza miraría de despertar a Jung y ambos se preguntarían qué le pasa a un mundo que tiene tanto miedo de soñar que se acerca a la puerta de los misterios con un mapa hecho de razonamientos tales. Bettelheim, seguro, se volvería a suicidar incapaz de asimilar nuestra falta de valor para volar.
¿Por qué hay tantos de mis alumnos que vienen a clase a perder el tiempo y después van al cine a que les den clase? El cine, los cuentos de hadas, las historias de princesas y esas cartas de amor que ya nadie escribe se inventaron para soñar. Las cosas que cuentan, la información que transmiten, no tienen nada que ver con la presentación de una tesis. Aspiran más bien a deslizarse por entre los entramados de los amasijos de nuestro inconsciente, de nuestras emociones, de ese poso subyacente y cierto que nos configura como los individuos que somos, herederos de milenios de historias, autores de sonrisas y lágrimas, (...)