El hombre consta de mente y cuerpo, pero el cuerpo es el único que se divierte.
Woody Allen, La última noche de Borís Grushenko
Desdoblarse es una lata. O al menos cuando se hace mal, como es mi caso. Porque llevo unas semanas experimentando ese fenómeno y mi vida se ha convertido en un infierno. Yo, como todo el mundo, había fantaseado alguna vez con lo estupendo que sería poder contar con un doble para, entre otras cosas, llevar a cabo esas ingratas tareas que siempre se eternizan. Siendo dos, pensaba, todo sería mucho más fácil.
Lo malo es que a mí sólo me ocurre cuando hago el amor con mi mujer. Freudianamente, podría pensarse que, por lo que acabo decir, el sexo es para mí algo ingrato (o al menos el sexo con mi mujer). Pero no van por ahí los tiros. Llevamos cinco años felizmente casados (a los que hay que añadir dos más de noviazgo), y nuestra vida sexual siempre ha sido satisfactoria. O al menos lo fue hasta hace unos días.
Mi capacidad desdobladora apareció de improviso el pasado 14 de julio. Lo recuerdo perfectamente porque ése es el día de mi cumpleaños. Había salido a cenar con mi mujer y al llegar a casa nos fuimos directamente a la cama para continuar con la celebración. Demasiado borracho y excitado, preví que la fiesta -por mi parte- iba a acabar muy pronto. Y entonces, ya fuese por culpa del alcohol, por un leve derrame cerebral o por la negativa influencia de las comedias yanquis, se me ocurrió la soberana estupidez de que si concentraba mi mente en otra cosa, prolongaría mi erección.
Así, para engañar a mi pene, me puse a pensar en los platos que iba a cocinar al día siguiente para mis padres y mis suegros. Estaba repasando la receta de los fideos de arroz picantes (Caliente el wok y agregue el aceite. Saltee las cebollas tiernas, el ajo y los chiles 1 minuto sin dejar de remover...), cuando noté que algo extraño ocurría, porque de pronto me vi a mí mismo abrazado a mi mujer, con la perspectiva que tendría de esa escena si estuviese sentado en la silla que está junto a la cómoda. Pero al mismo tiempo yo seguía en la cama haciendo el amor con mi esposa, con la conciencia de que estaba siendo observado por mí mismo. En ese momento, el sorprendente fenómeno no me inquietó. Reconozco que incluso me divirtió. Lamentablemente, eso no impidió que mi eyaculación llegara tan rápido como había temido.
Con el orgasmo, mi doble se diluyó y quedé solo y agotado sobre el cuerpo de mi mujer, que me miraba -creo recordar- con cierto reproche. No le dije nada sobre mi extraña experiencia y dejé que el sueño se llevase lo que sin duda no eran más que desvaríos alcohólicos.
Pero los desdoblamientos siguieron produciéndose. Pero seguían sin inquietarme demasiado, puesto que no provocaban efectos negativos sobre mi persona o la de mi mujer. Todo lo contrario, sirvieron para mejorar nuestra vida sexual.
Así, cuando el fenómeno ocurría (nunca he conseguido provocarlo a voluntad), el yo de la silla se dedicaba a observar atentamente las maniobras que llevaba a cabo el yo de la cama, preocupado por ofrecerle consejos que incrementasen el placer que éste obtenía y producía.
Esa distribución de tareas entre mis dos yoes resultó un buen negocio durante muchos días, lo que redundó en el aumento de la calidad e intensidad de nuestros encuentros sexuales. Además, como mi mujer no podía oír sus voces, podían colaborar sin peligro. Bésale el cuello suavemente, decía el de la silla. Y el de la cama, aplicaba inmediatamente el sabio consejo. Ahora acaríciale los pezones, despacio, ya sabes que le gusta. Tranquilo, no te aceleres...
Mi mujer y yo (mis yoes) fuimos enormemente felices durante algunas semanas. Y puesto que ella no preguntaba nada, imagino que contenta por el agradable cambio producido en nuestra vida sexual, yo me mantuve en un prudente silencio y acepté con satisfacción mis sucesivos desdoblamientos.
Pero pronto esa placentera colaboración entre mis yoes empezó a deteriorarse. Sin justificación alguna (o quizá fuese la envidia, todavía no he podido descubrirlo), mi yo de la silla modificó su forma de actuar: dejó de comportarse como un habilidoso consejero preocupado por nuestro bien común, y se convirtió en un juez inflexible que no cesaba de reprochar a su gemelo la nula habilidad que mostraba para traducir sus siempre (según él) atinadas indicaciones, que pronto dejaron de ser tales para convertirse en órdenes.
Preocupado por dar y obtener placer, el yo de la cama se esforzaba por cumplir con su cometido y acatar tales órdenes. Pero pronto él también empezó a quejarse: ante las acusaciones de no entregarse lo suficiente (lo que suponía, según le increpaba el yo de la silla, una reducción considerable de la cuota de placer), el yo de la cama se quejaba de lo fácil que era para su doble dar consejos cómodamente sentado en su silla.
En los momentos en que recuperaba mi unicidad, echaba de menos aquellos tiempos en los que en la habitación sólo estábamos mi mujer y yo. Por mucha satisfacción que obtuviera (pues aún era así), empezaba a resultarme insoportable asumir los dos papeles a los que me obligaban mis periodos de desdoblamiento. Más aún cuando, con el paso de los días, empecé a desarrollar una irreprimible simpatía por mi yo de la cama: me emocionaba que continuase con sus pertinaz búsqueda de placer, pese a las constantes órdenes que su hermano le lanzaba desde su cómoda posición de voyeur. Me enfurecía saber que en mí habitaba esa especie de frío funcionario que confundía el sexo con una partida de ajedrez regida por la fría matemática de la productividad.
La mutua aversión que sentían mis yoes empezóa preocuparme: era evidente que el vínculo que los unía pronto habría de romperse. Aunque no podía imaginar qué sucedería después.
Lo pude comprobar hace dos noches, cuando mi yo de la cama -harto de los insultos que le dirigía su hermano desde la silla- se paró en seco mientras hacíamos el amor con mi mujer. Y tras mirar desafiante a su sosias, se levantó y salió de la habitación. Inmediatamente, mi yo de la silla se volatilizó y yo noté que volvía a ser uno. Como era habitual, el final de mi desdoblamiento traía aparejada la desaparición de mi erección. Inventé una manida excusa para capear el temporal (el cansacio tras un día de mucho trabajo, cariño) y traté de reiniciar el asunto. Pero no obtuve resultado alguno. Mi mujer, comprensiva, me tranquilizó y me dijo que lo dejaramos para la noche siguiente.
Así lo hicimos y, tras el inevitable desdoblamiento, en esta ocasión fue el de la silla el que tomó la iniciativa en el combate, que se dedicó a increpar a su rival hasta que, en pocos minutos, logró que perdiera la concentración. Y como resultado, mi excitación y mis dobles hicieron un mutis conjunto. Tumbado en la cama en ya mi recuperada unicidad, vi que mi mujer me observaba con cara de preocupación, mientras lanzaba fugaces miradas hacia la silla que, en ese momento, no supe interpretar. Su “no te preocupes, esto suele pasar, ya lo arreglaremos” se tradujo en mi mente en una apocalíptica visión de un futuro sin sexo.
Pero no he querido dejar pasar el tiempo y he decidido que hoy volveríamos a intentarlo. Sobre todo cuando acabo de comprobar aliviado que la masturbación funciona bien y sin que se produzca desdoblamiento alguno. Aunque no sé qué es peor: verme abocado a una relación de forzada castidad con mi mujer o acabar convertido en un triste y solitario pajillero.
Al regresar mi mujer del trabajo, me encuentra esperándola en la cama. No sólo acepta enseguida, sino que se muestra extrañamente animada por volver a intentarlo. La excitación no tarda en aparecer y, con ella, la consiguiente duplicación. En pocos segundos, mis dos yoes se enzarzan en un terrible cruce de insultos. El combate parece inevitable. Pero antes de que eso afecte a mi erección, veo que mi mujer guiña un ojo y con un leve gesto de su cabeza señala al yo de la silla. Junto a él está mi mujer, bueno, su doble, porque ella sigue junto a mí en la cama. Fascinados, nuestros yoes de la silla se miran fijamente y, de inmediato, se arrojan uno en los brazos del otro. Entonces, mi mujer me coge de la mano y me saca de la cama. Antes de salir de la habitación, vemos cómo que los yoes de la silla han empezado a hacer el amor como posesos. Cómodamente arrellanados en el sofá del salón, continuamos donde lo habíamos dejado, libres ya de todo agobio. Aunque mañana sin falta habrá que salir a comprar otra cama.
Preocupado por dar y obtener placer, el yo de la cama se esforzaba por cumplir con su cometido y acatar tales órdenes. Pero pronto él también empezó a quejarse: ante las acusaciones de no entregarse lo suficiente (lo que suponía, según le increpaba el yo de la silla, una reducción considerable de la cuota de placer), el yo de la cama se quejaba de lo fácil que era para su doble dar consejos cómodamente sentado en su silla. (...)