Fragmentos de Los Pliegues Ocultos (Calima, 2006)
Igual avanzo que retrocedo [no soy dueño único de las perspectivas] hacia un tiempo en el que las anécdotas aún no significaban apenas nada. Durante meses compartí la buhardilla con tu obsesión por la belleza del suicidio. Belleza emética, decías. Recuerdo que sonaban intermitentemente los timbres del teléfono y la puerta, pero nunca dejaste que nadie nos interrumpiera. Son los vecinos, el cartero, tal vez la policía. Nadie, decías. Y continuabas hablándome de nosotros como si tuviéramos vida propia y no sólo demasiado sexo y urgencias. Te dejé hacer, lo reconozco. Pero cuando te fuiste -hermosa y triste, tan definitiva como de costumbre- comprendí por qué aquel lugar siempre apestaba a muerte.
II
Fue entonces cuando te convertí en otra. Fuiste muchas otras. Te pintaba los labios de rojo. Más sexo con urgencias. Disciplina inglesa. Te teñía el cabello de oro. Sexo anal, tántrico, irrisorio. La realidad como fetiche, icono, fluorescencia. Glamour. Las uñas de negro. Todo un lenguaje en tus pupilas acuosas y, en un omnipresente segundo plano, el silencio repetido, el mantra de la seducción. Inútil calcular los ángulos, sus grados de inclinación o fuga. La objetividad no existe. Un parpadeo continuo. La piel de mármol. Hace un calor insoportable esta tarde y lo hará esta noche. La razón y sus adicciones. El abanico y los haikús en la mano. Te necesito ahora. Es posible que mañana no amanezca, pero no importa. El oleaje en la piscina, las sirenas de las ambulancias, tus pestañas y el látigo; intermitentes.
III
Sólo quedará de nosotros una sonrisa. Dijiste. No es poco. Dije. Dijimos. Sólo una sonrisa.
Fue entonces cuando te convertí en otra. Fuiste muchas otras. Te pintaba los labios de rojo. Más sexo con urgencias. Disciplina inglesa. Te teñía el cabello de oro. (...)