Ahora que he dado cuerda
al reloj de arena de tu cuerpo.
Que he lamido el eterno
desierto de tu espalda dorada.
Que desafié tormentas
en tus muslos de cobre
y cual faro me ha guiado
la luz de tu brillo de luciérnaga,
hasta tu sexo ardiente
perdido en la ensenada más oculta.
Ahora, dime que quieres irte
y, antes de que tu ausencia me condene
al solitario onanismo impronunciable,
moriré, mientras vistes de plata
tu pecho de sirena.
Montañas ateridas son tus pechos,
cubiertos por eterna nieve blanca
hasta que la derrito con mis labios,
hasta que la acaricio con mis manos.
Entonces se transforman y se entregan,
me ofrecen sonrosadas aureolas,
para que inicie el baile decisivo
que arquee al fin tu cuerpo de gacela
y descienda hasta el valle del misterio
que oculta cavidades intangibles
mientras beso tus planicies tersas,
morena desnudez que ya deseo.
Y no quiero poseerte pronto
y retraso el momento, mientras puedo,
jugando con tus trenzas, desbrozando,
el suave manto de tu pelo negro.
Hasta que la llamada inquieta de tu sexo
me urge a penetrar hasta la estancia
donde olvido mi nombre y mi prudencia,
donde siembro mi amor en fluidos nuevos.