Entramos por la puerta del patio exterior, algo abandonado y lleno de hojarasca, pero no me sorprendió demasiado dado que visitábamos el estudio de un pintor. Al poco apareció y me quedé sorprendida por su aspecto desaliñado, como si acabase de levantarse de la cama. Cubierto con una especie de túnica de color indefinido, llevaba en los brazos un gato al que acariciaba con mimo. El pelo alborotado, la mirada algo extraviada y su aspecto estrafalario anunciaban que la visita iba a ser interesante.
Nos fue saludando uno a uno, aunque a los demás ya los conocía. A mí no, así que al acercarse para darme un beso se presentó: me llamo Gustav, Gustav Klimt. Vaya, me dije, ¡como si no supiese que toda Viena habla de él! Aunque me habían advertido de su pasión por las mujeres, al sentir su mirada escrutándome el rostro no pude evitar cierta sensación de incomodidad, de desconcierto. Bueno, es un artista, un bohemio, un tipo raro en definitiva. No hay por qué alarmarse.
Después de un rato de charla y unas cervezas, nos enseñó alguna de sus obras. Muchas mujeres. Algunas etéreas, melancólicas; otras ausentes, como si su propio cuerpo no fuera con ellas. Los desnudos eran excitantes, cargados de erotismo, casi obscenos. La figura del hombre era prácticamente inexistente, y cuando en algún rincón de un cuadro se adivinaba una figura masculina, comprendías que sólo eran utilizados como simples adornos que engrandecían aún más la imagen femenina. Mujeres solitarias la mayoría, ya estuviesen vestidas o desnudas. Mujeres entrelazadas, fundiendo sus cuerpos en un derroche de pasión lésbica. Y Beethoven sonando en un gramófono polvoriento.
Estaba observando un cuadro, que supuse representaba a Adán y Eva, cuando se acercó a mí por detrás y, colocando su mano en mi espalda con delicadeza, como si fuese una caricia, me invitó casi en un susurro a ser retratada por él. Me volví sin saber qué contestar. No sabía si además de una persona extraña y un pintor fuera de lo común, era un viejo verde. Tenía mis dudas, pero también me sentí halagada. ¡Yo, una simple estudiante de dibujo, podría tener un retrato como el de Adele Bloch-Bauer! Me pudo la vanidad y concerté una cita en su estudio.
….
Siéntate en esos cojines, por favor. Me había puesto mis mejores galas y no me pareció el mejor sitio, pero obedecí. Relájate, voy a por algo de beber. No vi ningún caballete en aquél pequeño salón, ni pinturas de ningún tipo, ni pinceles. Me inquieté, pero me dije que seguramente más tarde pasaríamos al estudio. Regresó con dos vasos de vino en las manos. Arrastró un sillón y se sentó frente a mí. Estuvo mirándome en silencio durante interminables minutos. La sonrisa siempre en los labios, dulce, y yo absurdamente quieta, sin saber qué hacer ni qué decir.
Poco a poco se fue resbalando del sillón hasta caer de rodillas a mis pies. Sus manos fueron levantándome lentamente el vestido. Cayeron las medias, y después la ropa interior. Yo permanecí inmóvil, callada, sin asomo de pudor. Separó mis piernas y me besó el pubis. Sus dedos acariciaron mi sexo con suavidad y noté acelerarse mi respiración. Él no me miraba; sus ojos permanecían fijos, obsesivos, en mi sexo. Cerré los míos y le dejé hacer.
Cuando lo notó totalmente húmedo y abierto, sustituyó su mano por la mía y volvió a sentarse frente a mí sin dejar de mirar el movimiento oscilante de mis dedos. Era un voyeur y eso me excitaba cada vez más. Enloquecí de placer y deseé que me besara después, imaginando que lo haría con la misma ternura que transmitía su obra El beso. No lo hizo, ni de ésa ni de ninguna otra forma. Volvió a servirme un vino y me pidió que no me cubriera todavía.
No sé cuánto tiempo estuve mostrándole mi sexo con los párpados cerrados, ni tampoco me volví a preguntar cuándo empezaría mi retrato. En un reloj sonaron nueve campanadas y me decidí a abrir los ojos. Ya no estaba allí, se había marchado silenciosamente. No lo volví a ver nunca más en mi vida. Tampoco lo he olvidado.
Si alguien quiere ver mi retrato, sabrá quién soy en su dibujo titulado “Mujer con los muslos separados”. No lleva mi nombre ni tampoco me parezco a ella, pero sé que soy yo.
Estaba observando un cuadro, que supuse representaba a Adán y Eva, cuando se acercó a mí por detrás y, colocando su mano en mi espalda con delicadeza, como si fuese una caricia, me invitó casi en un susurro a ser retratada por él. Me volví sin saber qué contestar. No sabía si además de una persona extraña y un pintor fuera de lo común, era un viejo verde. Tenía mis dudas, pero también me sentí halagada. ¡Yo, una simple estudiante de dibujo, podría tener un retrato como el de Adele Bloch-Bauer! Me pudo la vanidad y concerté una cita en su estudio.