ME DISPUSO A LO LARGO, es la mejor postura para reconocer ese tipo de aflicciones. La ciencia, qué duda y deuda cabe, alumbraría vértebra a vértebra el futuro. Siempre me llamó la atención el diagnóstico hecho a base de golpecitos y de hundir dos dedos en mi barriga. No puedo evitar sentirme culpable al recordar las veces que mentí “sí” al médico que aseveraba “te duele aquí, ¿verdad?”, probablemente entonces ya había comenzado aquella racha de fingir orgasmos que no finalizó hasta que conocí la perversidad sin límite de una verdad. El bajo cero del fonendo, entre la camiseta de algodón y el pecho prepúber; también el metro desmayado de la modista sinuoso por los brazos, las caderas, las piernas, por la cintura; eso y las aristas severas del escalón entre las nalgas mientras las meriendas de invierno, se encuentran entre los mejores fríos de mi niñez. Todos estos aspectos resultan relevantes para entender el alto poder curativo de aquella intervención.
Desde la vez primera me atendió en casa y no dejó de advertirme de la importancia de un tratamiento continuado. No hizo falta el termómetro entonces, supo que la fiebre subía al ponerme los labios en la frente. O yo con los labios de los labios entre mis dedos y sus labios, no sé si me explico. Y es que las manos de un médico, esa su forma, quirúrgica, de tentar entre las costillas, de alzarte por los brazos, de agarrarte la cabeza, son algo más que las manos de un hombre. Aman siempre como buscándote un ganglio.
Acabó exhausto el reconocimiento, recostado en mis piernas, ovillado en mis rodillas. Así y allí se me antojó que auscultaba, sin utillajes, lo redondo y hueco del menisco, como si fuera una caracola. “Ahí a veces se escucha el mar”, le dije. No creo que entendiera.
Mi médico me dice que aún no se siente del todo curado. Que por eso vuelve, cuando acaba la consulta y lee luego algún artículo de investigación, a su terapia de tumbarme y tomarme en grageas, e ingerirme por varias vías, y rehabilitarse arrastrándome por los tobillos, en esta diálisis que le refresca la sangre y le orea humores.
Se automedica.
Dice -y ahí le noto que es verdad que todavía no está del todo sano -, que sólo cree en la ciencia y que son insanos estos otros remedios y sus entresabores. “Mi única fe es la medicina”, insiste, grave, cabecea.
Miente. Lo sé porque el otro día le escuché decir no se qué de las diosas y el mar.
Y porque a menudo me pica la corva.
Es por su barba.
No hizo falta el termómetro entonces, supo que la fiebre subía al ponerme los labios en la frente. O yo con los labios de los labios entre mis dedos y sus labios, no sé si me explico (...)