En Historia del ojo, de Georges Bataille, tres adolescentes, Simone, Marcelle y el narrador, se embarcan en un viaje trasgresor. Se masturban, mean cada uno sobre el cuerpo de los otros, se corren delante de sus padres y tienen fantasías eróticas con las figuras arquetípicas y paralelas del huevo, el glóbulo del ojo y los testículos de los toros de lidia. Simone hace todo tipo de cosas con huevos duros. Junto con Sir Edmond, un inglés rico que les lleva a España y que remite a los aristócratas de grandes vergas de las novelas de Sade, los adolescentes corrompen a un cura sevillano, lo matan y le arrancan un ojo, esfera con la que luego juguetean y se excitan. El clímax sexual de la novela –y de Simone- llega en el preciso momento en el que a un guapo torero le salta un ojo la cornada del animal y, simultáneamente, la chica se introduce un despellejado testículo de toro en el coño. Vale, ya sé lo que están pensando. Un poco bestia todo. Pero no se trata de nada más –y nada menos- que literatura. Literatura de la mejor. El manejo de las imágenes, la potencia de los símbolos y el brillo radical que Bataille le extrae al armazón aparentemente raso de su estilo se te quedan para siempre en la memoria, y el poder inspirador y renovador del texto es claro desde la primera página: aire puro para nuestra fantasía.
Se hace difícil hablar aquí de pornografía, porque el deseo de Bataille no es excitarnos sexualmente como haría cualquier novela pornográfica. Navegando en Internet hemos encontrado comentarios de lectores que se quejaban de que, si bien al principio el texto les excitaba, al cabo de algunas páginas les aburría. Ese efecto de “aburrir” –con el sexo, no con la novela- es plenamente buscado por Bataille, que no pretende excitar a salidos o a adolescentes sino explorar los límites de lo humano. Estudiar el vínculo del sexo con la muerte. Que los personajes estén calientes no supone que el lector lo tenga que estar, del mismo modo que no hace falta estar en la miseria para leer Las uvas de la ira. Desde cuándo la literatura sirve, de un modo tan claro, para algo.
“No carecíamos de pudor”, dice el narrador, “muy al contrario, pero una especie de malestar nos obligaba a desafiarlo”. El impudor es, entonces, un pudor al que algunos han tenido la valentía de desafiar. Una lucha contra la propia vergüenza. Paradoja: si eres impudoroso por naturaleza, siguiendo la lógica de esta novela, no puedes ser erótico. El deseo necesita del pudor para luchar contra él y, así, entrar en juego.
“A partir de entonces, Simone adquirió la manía de romper huevos con el culo”: hay una gran capacidad de las imágenes de volverse potentes paradojas visuales. Sexo como apertura hacia la muerte, como el descascararse de un huevo cuyo polluelo somos nosotros que nos abrimos hacia la nada de no existir más.
Marcelle “carecía de toda voluntad”. El personaje de Marcelle no es un sujeto, sino un objeto. Un juguete sexual vivo, un consolador de carne. Representa al deseo: al tercero necesario para que dos ardan, entren en combustión. Marcelle, “cuyos gritos... permanecían unidos a nuestros deseos”. Necesito, para que me gustes, poder ver a alguien a quien también le gustes. Psicoanálisis. Bataille lo conoce perfectamente. Jacques Lacan y él eran íntimos amigos. Estaban enamorados de la misma mujer.
“Solo deseaba hacer vacilar a mi familia, enemiga irreductible del escándalo”: Todo consiste, al final, en derribar ese sólido andamiaje. Si la familia encontrase una forma de existir sin estar conformada por un irreductible código moral, no sería necesario que los tres chicos iniciaran la tarea mortal de reducirla. Solo el escándalo da sentido a la vida.
La trasgresión no es un punto de llegada sino de partida. Antes de ella no hay nada, no hay vida. Marcelle muerde a su madre tras correrse delante de ella, evocando a gritos el patíbulo. El escándalo es, entonces, un señalador de familias, una especie de mapa de la castración, como esos gepeeses que muestran los puntos de la carretera en los que te pueden multar por exceso de velocidad. ¿Quieres ver si en tu zona hay reaccionarios espíritus dispuestos a castrar tu vida? Monta un escándalo. Pero no un escándalo social, no un argumento para chismorreos de mesa camilla. Un escándalo real.
Marcelle es encarcelada en un castillo gótico, y los otros dos van a rescatarla y la ven desde fuera. Eso es el deseo. Siempre está diferido, encerrado justo en el espacio contiguo a uno pero fuera de uno.
“Al fin, fue (Simone) literalmente transportada por el goce, y su cuerpo desnudo fue arrojado sobre el talud”: su orgasmo la agarra por dentro y la lanza como una pelota. Simone, al acercar lo máximo posible el deseo a la realidad, está a punto de morir. Vuela en el aire y se da un trompazo. Esto solo es posible en la literatura, por supuesto. ¿En qué otro lugar el deseo puede llegar a realizarse casi por completo? Simone es un ser que pertenece plenamente al mundo de la ficción. Lo que le pasa no es más verosímil que lo que le pasa a los monstruos o aliens en la película Alien.
Simone quiere sorberle el ojo al narrador. Sorber un ojo, tragarse la mirada del otro. Felación ocular. La mirada, el ojo, es el huevo que se raja y nos hace nacer al mundo. Nuestro cumpleaños no debería coincidir con el día en el que nos pare nuestra madre, sino con aquel en el que abrimos los ojos, en el que somos capaces de dirigir las pupilas a voluntad y, por primera vez, mirar.
“La palabra huevo fue borrada de nuestro vocabulario”: hablar del deseo es una forma expeditiva de marchitarlo.
Simone se confiesa con el cura al que martirizarán después, y acaba diciendo: “lo peor, padre, es que me masturbo mientras le hablo”. La confesión es, por definición, diferida. Es un relato en diferido de algo ya pasado. Simone subvierte eso. Disfruta con la paradoja de confesar el pecado al mismo tiempo que lo comete, con lo cual anula todo posible arrepentimiento. Confesar y pecar se vuelven la misma cosa, se superponen. Confesarse del placer y jadear de placer se hacen con las mismas palabras y al mismo tiempo. Simone revienta, así, los conceptos básicos de la religión. La confesión es una bomba de palabras. Como la paradoja de Epiménides (Todos los cretenses mienten, y yo soy cretense), hace que se resquebraje el concepto mismo de verdad. Se resquebraja la Iglesia, el tribunal civil, la familia. Las palabras le estallan en la cabeza al cura poco antes de que los salvajes protagonistas de la novela lo maten físicamente.
Todas estas cosas son tan radicales y extravagantes que solo tienen sentido en la literatura, pero Bataille las escribe dándonos la impresión de que es inevitable que sean escritas. Es como si, por el hecho de que algo pueda existir únicamente en el territorio de la ficción, sea casi necesario, casi obligatorio, que exista. La existencia de una frontera nos obliga, por el simple hecho de existir, a que queramos traspasarla. Barbazul le dice a su esposa: puedes entrar en todas las habitaciones de mi castillo excepto en esta. Se lo dice precisamente para que entre. Si le prohibimos algo a un niño, sea lo que sea, el niño querrá hacerlo. No toques esto, no hagas aquello. Todos los niños son como Simone. No se asusten, pero sépanlo.
La trasgresión no es un punto de llegada sino de partida. Antes de ella no hay nada, no hay vida. Marcelle muerde a su madre tras correrse delante de ella, evocando a gritos el patíbulo. El escándalo es, entonces, un señalador de familias, una especie de mapa de la castración, como esos gepeeses que muestran los puntos de la carretera en los que te pueden multar por exceso de velocidad. ¿Quieres ver si en tu zona hay reaccionarios espíritus dispuestos a castrar tu vida? Monta un escándalo. Pero no un escándalo social, no un argumento para chismorreos de mesa camilla. Un escándalo real.