“Eros, podemos estar seguros, no ha muerto. Pero, desterrado del reino que le corresponde por herencia, ha sido condenado a merodear y deambular, a vagabundear por las calles en una búsqueda interminable, y por lo tanto vana, de refugio y cobijo. Ahora Eros puede ser hallado en cualquier parte, pero en ninguna se quedará por mucho tiempo. No tiene domicilio permanente.”
Zygmunt Bauman, en su revelador ensayo “Amor líquido” (Fondo de cultura económica, Madrid, 2005), trata acerca de la fragilidad de los vínculos humanos y, entre otras muchas aportaciones, marca la diferencia que existe entre ganas y deseo; conceptos que no se pueden confundir, ya que el deseo –nos dice- necesita atención y preparativos, involucra cuidados y, lo que es peor, implica también una demora de la satisfacción que es el sacrificio más aborrecido en nuestro mundo. Y afirma que, por el contrario, los actos nacidos de las ganas han sido profundamente implantados por los enormes poderes del mercado de consumo.
A través de esta y otras advertencias, Bauman nos lleva a reflexionar sobre el consumo de productos tecnológicos, como ordenadores o móviles, que -aunque funcionen relativamente bien- los tiramos a los depósitos de chatarra. Y lo hacemos porque nuevas y mejoradas versiones aparecen en el mercado, y se convierten en el objetivo de nuestras ganas. Y además, ingenuos, creemos que la próxima adquisición nos dará mayor placer, porque será más emocionante y fascinante lo que adquiramos que el producto que ahora poseemos. Y nos lanza la pregunta: ¿Acaso hay alguna razón para que las relaciones de pareja sean una excepción a la regla?
Y observa que esta cultura, este estilo de vivir el tiempo, este tragar comida atropelladamente y sin masticar, no proporciona seguridad alguna al individuo: bien al contrario, las sensaciones de soledad y de inestabilidad crecen, y los sentimientos de identidad y de pertenencia no encuentran albergue. Y, además, quien no sabe cómo apaciguar la profunda necesidad de conexión con los otros, cae de bruces en modos de comunicación rápida, directa y superficial, que al fin no son mas que otra manifestación de las ganas, de esa cáscara ligera del deseo.
Bauman amplia esta idea refiriéndose a la comunicación a través de mensajes de texto y chat, y nos dice:
“…es el mensaje, sin que importe el contenido. Tenemos pertenencia… al constante flujo de palabras y oraciones inconclusas (abreviadas, por cierto, truncadas para acelerar la circulación).” Y diagnostica: “Pertenecemos al habla, no a aquello de lo cual se habla.”
Hilando con este ejemplo, diremos que el placer frívolo de los sentidos –logrado a través de unas relaciones rápidas y truncadas- sustituye hoy a la sustancia de lo que se entendía por una relación erótica. Una sustancia antes densa porque, en la exploración pausada del cuerpo (del cuerpo del otro y del propio cuerpo), se genera un acto de conocimiento. Y, además, porque el cuerpo –que ha sido y será vehículo de comunicación- a través del erotismo profundo y lento, piel con piel, alcanza su máxima expresión: transmitir la intimidad, manifestar ese yo profundo que todos sentimos bullir dentro.
Pero ocurre que hoy el erotismo, frágil hoja que flota en el caldo de cultivo de los modos de vida y costumbres, se ha reducido y convertido –como un objeto- en mera materia de consumo: un elemento más en los folletos publicitarios, incluido entre todos esos productos y servicios de usar y tirar.
Y, al final, tanto apetecer y disfrutar placeres efímeros se nos revela como un acto de evitación en vez de ser “la pócima maravillosa que se nos prometía y que iba a remediar todos los dolores que acompañaban a una relación profunda y amorosa.”
Y nosotros, sin encontrar el lugar por el que realmente escapar del influjo de esta cultura, seguimos implicándonos en numerosas interacciones banales, pasajeras y, contagiadas de ese movimiento zapping, el erotismo termina perdiendo toda su sustancia para quedar convertido en un brillo de purpurina.
Mientras tanto, la soledad y la congoja, de las que pretendíamos librarnos, acechan quizá con mayor ahínco tras cada esquina.
Y concluimos con Bauman:
“Cuando el sexo significa un evento fisiológico del cuerpo y la “sensualidad” no evoca más que una sensación corporal placentera, el sexo no se libera de sus cargas… Muy por el contrario, se sobrecarga.”
Y “no tiene sentido comparar los males pasados con los presentes ni tratar de discernir cuál de ambos es más insoportable. Cada angustia hiere y atormenta en su propia época. Las agonías actuales del homo sexualis son las del homo consumens. Nacieron juntas. Y si alguna vez desaparecen, lo harán marchando codo con codo.”
Pero ocurre que hoy el erotismo, frágil hoja que flota en el caldo de cultivo de los modos de vida y costumbres, se ha reducido y convertido –como un objeto- en mera materia de consumo: un elemento más en los folletos publicitarios, incluido entre todos esos productos y servicios de usar y tirar. (...)