Hace poco me he cruzado con un blog que alertaba sobre la cantidad de críticos cinematográficos cuyas reseñas estaban desapareciendo de los diarios estadounidenses. Hay varios motivos que podrían explicar el fenómeno, entre ellos Internet y la nueva relación que los internautas mantienen con los comentarios sobre las películas. Parece ser que la gente ya no lee críticas de expertos para decidir qué ver. Por un lado, estarían aquellos que, después de años de método científico (prueba/error), se han dado cuenta de la censura, más o menos sutil, que los medios de comunicación ejercen sobre las reseñas para mantener una buena relación con los anunciantes. Holywood, dicen, no está dispuesto a aceptar que ningún crítico le muerda la mano. Por otro lado, hay quien piensa que este argumento es demasiado sofisticado, y que la industria no necesita nada de todo eso: la gente estaría ya demasiado adormilada intelectualmente como para distinguir entre texto publicitario y texto crítico. Van a las salas salivando como perros de Pavlov, y si quieren ver una película no van a dejar de hacerlo porque un intelectual elitista les diga que es nauseabunda.
Los críticos, cómo no, están preocupados. La atmósfera empieza a parecerse peligrosamente a la de un país sin libertad de expresión, con la salvedad de que nadie parece haber hecho nada para que no la haya. Yo tengo la sensación de que, también aquí, las críticas negativas son a menudo percibidas como salidas de tono o gamberradas, cuando toda la vida la crítica ha sido, con excepciones, una benéfica capa de protección que los autores necesitaban para afilar su talento y no dejarse llevar. Churchil la comparaba al dolor físico, que en realidad es positivo porque nos anuncia las enfermedades y nos ayuda a prevenirlas. Se han acabado los tiempos de Pauline Kael, reseñista legendaria de la revista The New Yorker, que abroncaba al público por no tener la valentía de explorar películas poco conocidas. David Lean se pasó catorce años sin rodar a causa de una crítica de Kael a La hija de Ryan. Muchos cineastas, como Tarantino o Wes Anderson, han reconocido la influencia que los textos de Kael tienen en su obra. Independientemente del lógico resentimiento que los creadores han tenido tradicionalmente por los críticos (memorable aquí la cita de Sibelius: “Recordad siempre que no hay ninguna ciudad que tenga una estatua de un crítico”), la perspectiva de que desaparezcan, o de que desaparezca su función, es siniestra. Nos abocamos hacia una deprimente parálisis crítica. Y no solo en el cine. Imaginen a un crítico musical criticando a un cantante pop. ¿Es que acaso se critica ya lo que se ha dado en llamar “música comercial”? Sería como criticar una marca de ropa o de chocolatinas. Criticar un producto, no una creación. Y eso estaría muy mal visto. Con los libros pasan tres cuartas partes de lo mismo; solo hay que ver lo que dijo cierto fenómeno de ventas hace poco, poniéndose una venda ridículamente enorme para la pequeña herida que los críticos pueden provocarle a alguien como él. Vaya, que dan ganas de ponerse a despotricar de todo. Pauline Kael: mejor no levantes la cabeza.