Los residentes fijos del hostal son tres: Federico, Ángel y Cándido. Cándido González es un solterón de pueblo que, cuando vendió su ganado y se jubiló, decidió venirse a la capital. Tiene una hermana y un sobrino que viven aquí pero, sobre todo, tiene una libreta de ahorros. En el hostal todos creen que vino a residir aquí por estar cerca de la sucursal donde, piensa él, se guardan sus ahorros. Cada mañana se acerca a la oficina, donde lo saludan con un sonoro “Don Cándido” y alguna risita a sus espaldas, y mosconea por el patio de operaciones, que es sintagma que ha aprendido desde que se estableció en Villamora y nunca deja caer de su boca. “Me encontré con Fulano en el patio de operaciones”, o bien “Hoy estaba concurrido el patio de operaciones”. Luego se encamina a la ventanilla libreta en mano para que se la pongan al día. Rara vez hay algún cambio contable, tal vez cuatro veces al mes, pero él desea asistir al crecimiento de su fortuna paso a paso, como si se tratase del hijo que no tuvo. Si encuentra algún cargo diminuto, una de esas comisiones con que los bancos nos roban cotidianamente, protesta y amenaza seriamente con retirar su cuenta de aquél. Durante unos segundos, lo planea todo para su coleto: a qué otra entidad de las que tan bien conoce va a confiar sus caudales, a qué hostal económico y cercano a la nueva sucursal va a mudar sus raídas pertenencias... Pero el empleado pone la mejor de sus sonrisas, simula hacer una llamada a altas instancias y con gesto de gran deferencia le asegura que van a hacer una excepción con él, por tratarse de un cliente tan especial, y le van a anular los quince céntimos de la comisión. “¿Cuánto es en pesetas?”, pregunta todavía Cándido, como si no lo supiera bien, por comprobar la buena fe del paciente oficinista, y finalmente se retira satisfecho de la oficina con una confortable sensación de poder que alimenta su vanidad y aburre a sus comensales durante días.
Porque Cándido desayuna, come y cena en el hostal. Como los demás fijos, paga el precio mensual acordado por alojamiento y pensión completa (aunque es el único que lo hace puntualmente) y jamás le perdonaría a la dueña un almuerzo. Algunos jueves vienen a comer con él su hermana y su sobrino; pero ellos pagan sus comidas. Por el hostal campa: juega una partida al mus con los otros fijos y algún adherido (pero no apuesta), o comenta las últimas novedades del patio de operaciones con Nacho. Cándido adopta una postura muy particular cuando comenta sus andanzas bancarias: en pie, con el cinturón próximo a las axilas, las manos suspendidas a la altura de la prominente panza, pero sin apoyarlas, y los codos flexionados, parece alguna extraña ave a punto de poner un huevo; o al menos eso es lo que dice Ángel a sus espaldas.
Ángel Villamora se vino a vivir al hostal cuando se divorció. Cincuentón, muy enjuto y chupado de cara, bastante estragado por una vida de placeres provincianos pero siempre optimista, su mujer lo expulsó cual ángel exteminador tras su última aventura, no se sabe bien si de faldas o de casino. Don Ángel vive para el juego: si una semana no pudiese echar la quiniela sentiría que la oportunidad de su vida pasó de largo justo esa semana; así que no se arriesga y antes de cada jornada de fútbol invierte horas y horas de cálculo en rellenar las columnas de la suerte. A menudo ensaya métodos infalibles, y con cierta frecuencia gana algunos euros que lo ratifican en su convencimiento de hallarse próximo al gran pelotazo; sólo que la relación entre sus inversiones y sus ganancias siempre beneficia al Estado. Todavía no ha llegado su día de suerte, pero todo el mundo tiene uno y él lo espera. Entre tanto, suele deberle una o dos mensualidades a Lourdes, la dueña del hostal, que para cobrar ha de esperar con el ceño más bien fruncido a que Ángel ingrese alguna de sus escasas facturas: es contable y lleva algunas pequeñas empresas, hace alguna declaración de la renta, da algunas clases particulares de matemáticas y de contabilidad. Va de un lado a otro como si siempre tuviese prisa, pero en realidad en casi ningún sitio lo esperan. Es inmaduro, misógino y a veces destemplado, pese a lo cual nadie lo quiere mal, porque malo no es.
Ángel es, por lo demás, un grandísimo aficionado a los toros. Su situación no le permite asistir, como en otros tiempos, a las ferias madrileña y sevillana, pero el hostal tiene Canal Plus y no se pierde ni una corrida. Nacho, que es lego en la materia, se sienta a veces con él y escucha sus explicaciones; porque Ángel es muy explicador. Ángel ve salir el animal de toriles y dice, muy serio:
-Ese toro no vale. Cojea de la mano derecha.
A los cinco minutos, el comentarista de Canal Plus confirma: “Parece que el toro está tocado de la mano derecha”. Y retiran al toro. O sentencia Ángel, a los cuatro capotazos:
-Ese toro no vale. No ve del ojo izquierdo.
Y, efectivamente, al ratito el torero pide el cambio del animal porque es tuerto y tiene querencia. Ángel es de ver cuando una faena le satisface:
-¡Eso es un torero, hombre, y lo demás tonterías! ¡Mira cómo le ofrece la panza del capote, y no esos maricones que siempre sacan el bicho por la punta! ¿No te has fijado? Y mira ese pie: clavado al suelo lo tiene, ¡si es que eso es arte!
Nacho ahora dice entender algo más de toros gracias a Ángel, y a veces lo invita a café:
-Éste no se lo apunto, Ángel.
-Pues muchas gracias, te debo uno –y sale disparado a echar la quiniela.
El caso de Federico Pérez es parecido y, al mismo tiempo, muy diferente al de Ángel. Si éste no es malo, de Federico, exempleado de banca, todos predican que es una bellísima persona y un caballero. Efectivamente, su apariencia es impecable (siempre va de traje y con corbata) y sus modales en presencia de las mujeres serían dignos de David Niven: es otro tipo de machista. También es cincuentón, como Ángel, también jugador y mujeriego y también expulsado del hogar por una mujer harta de hacer números; pero mientras a aquél lo consumen físicamente el tabaco y las quinielas, Federico, que sufrió un gravísimo infarto debido a los disgustos, cuida sus hábitos y se conserva atractivo y retrechero. Ángel muy rara vez se trae a la habitación alguna mujer, por lo general chicas hispanoamericanas que no cobran mucho por sus servicios; Federico prefiere ligar en sus viajes. Además de las quinielas y el bingo, buena parte de sus magros ingresos de prejubilado la invierte en viajes organizados en los que, pese a su reducida estatura, indefectiblemente seduce a alguna madurita imponente; a su vuelta comenta la jugada con sus amigos, entre los que me incluyo, pero nunca si en la reunión está presente una sola mujer. Si a estos gastos le añadimos el dinero que todavía le ha de pasar a su mujer por la hija que aún es menor, el resto apenas le llega para cubrir la mensualidad en el hostal que a él, como a Ángel, le cuesta dios y ayuda abonar con puntualidad.
Federico y Ángel visitan de vez en cuando el Cónclave. Cuando lo abrieron hace un par de años, el vulgo sabio bautizó así el mayor prostíbulo de Villamora, debido a su tamaño y a su ostentosa cúpula. Entonces fueron “a mirar”. Hubo que convencer a Federico, que insistía en que él nunca paga por follar (él dijo “hacer el amor”), pero Ángel, que es pobre y dadivoso, le invitó a unas copas.
-Sólo a mirar, a ver si es verdad que es de tanto lujo.
A la vuelta lo comentaron con Nacho.
-Pues es verdad que hay buen ganado-, aseguraba Ángel, y Federico hacía un aspaviento de disgusto ante su expresión, pero sonreía, cerrando los ojos, y asentía.
-Sí que había unas chicas muy monas, sí.
A Cándido no hubo quien lo persuadiera de que se dejara invitar aquel día ni ningún otro. El solterón alegó motivos morales, pero todo el mundo sabía que Cándido jamás aceptaba una invitación que pudiera comprometerlo a corresponder en el futuro.
Ángel Villamora se vino a vivir al hostal cuando se divorció. Cincuentón, muy enjuto y chupado de cara, bastante estragado por una vida de placeres provincianos pero siempre optimista, su mujer lo expulsó cual ángel exteminador tras su última aventura, no se sabe bien si de faldas o de casino (...)