Los mitos deberían de haberse quedado en la dialéctica de los antropólogos. Han derribado las barreras de las nuevas generaciones, de las nuevas culturas, y se han convertido en iconos de usar y tirar, kleenex artísticos que sólo tienen valor en los centros de desintoxicación, en las revistas rosas y en los televisivos demodé. Al lado de los mini-mitos creados artificialmente para dinamizar una hipercultura adolescente. A Liza Minelli, voz de cabaret que ha recalado veinte años después en la Península, la dejaremos fuera del falso juego de las iconografías y los mitos. Porque su vida es la madre de las vidas y porque su referente femenino y singular no tiene clon entre las advenedizas, criaturas del triunfo fácil que le deben arte y actitud.
Uno no sabe introducir su presencia en Santander sin que la Virgen de Agosto sea Liza Minnelli. Como una de esas células durmientes de Al-Qaeda aparqué el coche en el Sardinero, buscando la habitación de siempre, la de mis últimas visitas a esta ciudad tan popular y sencilla como un pueblo de cinco estrellas. Marbella, Girona, Madrid y Santander......los cuatro escenarios de la gira estatal de Liza Minelli. Me había empapado con las hojas promocionales y las informaciones que contaban la rueda de prensa que Liza Minnelli ofreció en Nueva York a los medios de comunicación. Es el mismo blanco y negro de mi memoria, su madre Judy Garland -a la que culpa de haberle transmitido el gen del alcoholismo-, su padre Vicent Minelli -otro factotum de los buenos tiempos hollywoodienses-, óscars, enmys, globos de oro, granmys y tonys en sus vitrinas. Junto a esa "vida loca" que no le ha hecho olvidar la sonrisa ni perder el sentido del humor. Porque solo tiene 61 años, y medio siglo entre bambalinas y escenarios.
La Sala Argenta del Palacio de Festivales santanderina olía aquel quince de agosto a perfume (las entradas más caras, 140 euros, fueron las primeras en agotarse), y también a inquietud. El recinto rozaba el lleno, como suele ser habitual en la temporada de ópera y en los estrenos de teatro. Mi compañera de butaca, una coetánea de la cantante, jugaba con sus gafas en los momentos previos al concierto.
Diez minutos pasaban de las nueve de la noche cuando el director Bill Lavorgna marcaba las pautas del clásico "I Can see clearly". Y Liza Minnelli ya empezaba a tomarse sus confianzas. Su garganta respondía bien, especialmente en "So What" o "Jubilee time" -hermosos coros-, defendiendo más con gestos que agilidad un espectáculo con un póker de tipos en los micros y una docena de músicos. El intermedio sirvió a mi compañera de butaca para fumarse un mentolado, tomarse un digestivo y cambiarse de gafas. Yo estuve anotando algunas impresiones.
Ya sabíamos que la segunda parte estaría dedicada al music-hall, a Broadway, y especialmente a su madrina, Kate(Kay) Thompson; "mi madre marcó mi camino. Mi padre me dio mis sueños, Kate, mi equilibrio", tiene dicho la artista. En las tablas había pasado del blanco al negro -su vestuario-, y mientras dinamizaba un collage de piezas bailables estableció ese rito de complicidad con las palmas del personal. Iba acercándose al final con unas vibrantes versiones de "New York, New York" o "Good night everybody!", pero tuvo una dosis de energía para conmover con el movimiento de sus pestañas. Habiamos estado dos horas frente a Liza Minnelli, pero yo no creía haber visto a aquella Sally Bowles de 1972 en Cabaret. Ni siquiera envejecida. Aunque la cantante siga apasionando con sus canciones. Y Santander con su brisa.