"Hay una voz, la voz de la agonía, que
la llevamos dentro toda la vida; entre
el registro de nuestras voces, hay una
voz que sólo la aclara la muerte. Todos
llevamos esa voz dentro, esa octava
que no sabíamos, la voz de otra, esa
otra que es la muerte, voz falsa y teatral
-los cementerios son teatro- con que
nos despediremos del mundo"
Francisco Umbral
Robándole la frase a Antonio Gala, se me dan mal las necrológicas, por eso, en lugar de llorarle, le reprocho a Umbral que se haya ido sin dictar su última columna, la del adiós y punto final, esa que antes o después todos escribiremos y que nos ahogará como un epitafio. Enfermo profesional, tenía que haberlo visto venir, ¡qué diablos!, tenía que haberle echado a la Parca una de cal y otra de coña. Con tipos como Paco nos gustaba merendar la literatura bien hecha- nada de vuelta y vuelta, que eso es cosa del ciberespacio- para asomarnos luego a su atalaya de adjetivos neonatos y verbos desmochados; esa, la de la última página, la que ha dejado viuda y como apoyada en el hombro - inconsolable, claro está- de María España y parte del extranjero, que también le llora, pero traducido.
Me gustaba Umbral cuando cedía el paso a su personaje, zorro blanco y cabreado, y le cantaba las cuarenta a quien le llamó para promocionar su libro y acabó hablando de culos y tetas, cosas mortales y rosas que malean la prosa siendo mucho más, o vaya usted a saber, que una simple palabra. Me gustaba el Umbral de "Las ninfas", el libro prohibido de la estantería de mis padres, el que tuve que leer a escondidas, años antes de la irrupción de la famosa bufanda. Me sedujo el Umbral Viagramado, con su viaje en pastilla azul infructuosamente imitado: viaductos, lesbianas y polvos ácidos, balcones y geranios, hallazgos insolentes empapados de sudor, lefa y espanto. Me gustaba el Umbral irreverente, dandy y excesivo, el de las gachís con ligas y el cocido madrileño, el de los parques de madroños y osas enamoradas; el Pérez cascarrabias que se asomaba a la realidad, ese peep show canalla, para cubrirla de guiños como quien mea verdades muy negras sin lavarse luego las manos. Y también el Umbral padre que no tuvo tiempo de serlo pero sí de escribirlo y llorarlo en ausencias. Vamos, el del dolor puro y existencialista, vencido como un poema sucesivas veces abortado. El de los premios, el mundanismo y las mezquindades no es el mío, el íntimo, el secreto, el que sólo compartí con millones de personas que, día a día, entablaron muda conversación con el periodista, el francotirador o el mago. Dicen que sus últimas palabras barajaron uvas, romanticismo y soles, pero intuyo que en algún lugar el relato continúa despojado ya del traqueteo del mundo. Sin su feria de vanidades y sus columnas de observación y calle, mucha calle y mucha lupa aplicada a la caverna - Ay, ¡cuánta vaca sagrada!- de su segunda España. Detestado o venerado, Umbral fue irrepetible: Por más que le pese a quien le envidió, aquel que apuntó que "con menos lirismo nos habríamos arreglado", el maestro de la columna periodística nos sobrevivirá en su legado.