LUKE nº 88

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Arte

En torno al cisma del arte moderno

Federico Fernández Giordano

Póster

Desde la creación del collage dadaísta, pasando por los ready-mades de Duchamp, las Brillo-Boxes de Andy Warhol y el reciclaje pop-art, los remakes fotográficos de Sherrie Lavine o las continuadas revisiones del cinematógrafo hasta los sampler de los Dj"s que inundan las discotecas, existe una no siempre evidente línea conectora que, si bien muchos tildarían de efímera, poco a poco está encontrando su sentido de ser en el marco de los grandes estilos de la historia del arte. Todas estas expresiones, hijas de la pluralidad y el mundo globalizado, acotan un amplio espectro de nuevas maneras de concebir el arte, reunidas en el cisma del posmodernismo, y que lentamente van cobrando forma y unidad como un arte autónomo.

Sin embargo este panorama no deja de suscitar las reservas de gran parte de la crítica y la opinión pública, tal vez como última efusión de una cultura encorsetada en los parámetros del arte clásico, el culto a la belleza y la originalidad.

Tras las grandes guerras, el ocaso de las ideologías, el auge de corrientes de pensamiento milenario y apocalíptico, así como la descentralización del racionalismo universal en favor de estructuras pluralistas que hacían de nuestro mundo un lugar cada vez menos comprensible y seguro, los movimientos artísticos llegaron a un punto crítico que acusaba la falta de esos valores insignes del arte grandioso y tradicional, pasando a adoptar roles de contracultura y actitudes frecuentemente alienadas. La corriente de "desmitologización", y seguidamente la de "revolución" perdieron su cualidad revulsiva inicial, al punto de que modificaciones tales como las vanguardias se han convertido en meros atributos esnobs. La transgresión formal de los artistas, la transvaloración de la estética como fenómeno no siempre ligado al ideal de belleza, la reformulación de conceptos tales como estructura o armonía, así como la creciente secularización de la sociedad, fueron mermando la confianza en la experimentación artística y por extensión la confianza en el arte mismo.

Pero no sólo el mundo ponía el grito en el cielo ante la debacle regenerativa de la contracultura, sino que eran los mismos teóricos y docentes quienes se debatían en insolubles cuestiones. Cierto es que el eclecticismo posmoderno ha originado una cierta inconmensurabilidad del cuerpo artístico contemporáneo (lo que Foucault llamaba "heterotopía"), así como la dificultad con que teóricos e historiadores se enfrentan al tratar de definir este cuerpo dentro de las edades sucesivas del arte. Los síntomas de diversificación y falta de un centro claro, perceptibles en las técnicas y escenarios de la posmodernidad, han movido a estos teóricos hacia una dicotomía conceptual, entre la indecisión o falta de confianza en un género de arte que todavía se encuentra en desarrollo (característica de los escépticos y en cierto modo de algunos nostálgicos del clasicismo), y entre la noción de "totalidad" o fuerza totalizadora que en último término deberá conferir a ese cuerpo plural y diversificado la consistencia de un ente homogéneo.

La cultura ya no es hoy (y puede que nunca lo haya sido) un cuerpo unificado, clarividente y homogéneo, sino diverso, ambiguo y lleno de matices. En consecuencia las barreras entre ciencia, arte y pensamiento son cada vez más estrechas y codependientes, llegando a interactuar y fusionarse en las nuevas tecnologías y esquemas fragmentados de la realidad, dando lugar a ese arte esencialmente ecléctico que parece ser el signo de la modernidad.

Como dijera Ortega y Gasset, es posible que el arte moderno se haya hecho "distante, secundario y menos grávido"; elitista y deshumanizado, este arte parece interesarse poco en los aspectos de la realidad que tradicionalmente eran el centro de interés para la cultura de masas, lo cual es palmario si se observa la extrañeza y el desasosiego con que la clase burguesa contempla las obras de arte posmodernas. Todos esos factores desestabilizantes, tan productivos en verdad para la autonomía del arte contemporáneo, son percibidos como una suerte de nihilismo incapaz de formar una representación sólida y armoniosa del mundo, por lo que algunos no han dudado en hablar de "crisis del arte". Pero eso que la preocupada opinión pública tilda de crisis, o hecho negativo, es sólo el eco de una crisis más global y generalizada, fenómeno por otra parte comprensible si se tiene en cuenta que vivimos en la era de las crisis (véase: la "crisis de la razón", la "crisis de Occidente", la "crisis del orden mundial"...). Cabría preguntarse si esta crisis no es en verdad un estadio positivo al que todo sistema complejo que ha rebasado su punto de saturación y colapso debe llegar a fin de desarrollarse en nuevas formas de realidad.

La decadencia del viejo Occidente conlleva en verdad un hecho positivo por cuanto que necesario, así como nuevas formas en el arte, la filosofía y la ciencia de acuerdo a su lugar en el esquema histórico. El antiguo connubio de las artes clásicas, su organización en un esquema profundamente disciplinado y armonizado como un todo de consistencia totémica, se ha trastocado hoy por un entramado multiforme y plural, un tapiz de líneas superpuestas o tangenciales que, para bien o para mal, describe el espíritu turbulento que insufla vida al hombre moderno.