MENOS QUE CERO
Jacobo pasó de puntillas por la vida. Su existencia fue un breve excurso sin más eco que unos vagos recuerdos, a menudo contradictorios, y quizá por ello falsos, en los que le rodearon. Sus compañeros de colegio no guardan memoria suya: aunque las listas de clase revelan que un Jacobo estudió con ellos, ninguno puede identificarlo en las pocas fotos que se conservan de esa época. Sus padres tampoco ofrecen mucha información: si bien también poseen algunas fotos que atestiguan la presencia de Jacobo, su principal recuerdo tiene que ver con los sustos que se daban cuando veían aparecer por la puerta a un desconocido que se empeñaba en llamarlos papá y mamá. Pero se muestran incapaces de rememorar nada más, quizá también porque Jacobo tuvo tres hermanos y los recuerdos se mezclan (preguntados sus hermanos, no son de gran ayuda: siempre pensaron que Jacobo era el hijo de unos vecinos). Tampoco dejó huella en su paso por la Universidad, de donde salió convertido en ingeniero agrónomo, como atestigua el título que cuelga de una de las paredes de su casa. De su madurez poco o nada se sabe. La muerte lo sorprendió hace un mes, pero ninguno de sus vecinos se apercibió de ello hasta que el olor a descomposición inundó el edificio: todos pensaban que el piso de Jacobo estaba vacío desde hacía años. Lo encontraron frente a un espejo agarrando con ambas manos un cuadro. Según indica una plaquita clavada en el marco, la pintura se titula "Autorretrato". Pero en ella Jacobo no aparece.
(publicado en mi libro Horrores cotidianos, Menoscuarto, Palencia, 2007)
BLANCA NAVIDAD
Carlitos Jinglebells adoraba la Navidad de una forma compulsiva. El resto del año, aquellos 351 largos días de abstinencia navideña, suponía para él un periodo de angustia casi insoportable, que trataba de paliar con todos los métodos posibles: escuchaba villancicos a todas horas, saludaba con un sempiterno «Feliz Navidad» a todo aquel con el que se cruzaba (los vecinos habían aprendido poco a poco a ignorarle), su casa era un museo del adorno navideño... En los momentos de máxima desesperación, llegaba incluso a esnifar virutas de corcho porque, según él, le recordaban el olor de los belenes. Pero conforme pasaron los años su estado fue empeorando. Cada vez le era más difícil encontrar el bálsamo adecuado para su ansiedad prenavideña. De tanto repetirlos, los villancicos se le habían vuelto insoportables; las guirnaldas aparecían ante sus ojos como objetos ridículos; pensar en el turrón le daba arcadas... Cuando descubrió que el anuncio de la llegada de la Navidad al Corte Inglés ya no le provocaba emoción alguna, supo que debía acabar con su vida. Para ello, escogió la madrugada del 25 de diciembre. Lo señalado de la fecha serviría, además, para amargar las fiestas a sus familiares y vecinos. Así, subió a lo alto del viaducto y se arrojó al vacío. Carlitos no contaba con que caería sobre el trineo de Papá Noël, que justo en ese instante pasaba bajo su trayectoria. Ninguno de los dos sobrevivió al tremendo impacto. Ni la propia Navidad, que se extinguió con el último aliento de Papá Noel. Lástima que Carlitos no fuera consciente de tan tremenda hazaña.
(publicado en mi libro Horrores cotidianos, Menoscuarto, Palencia, 2007)
DEMASIADA LITERATURA
A Luisa Valenzuela, perseguida por los números
Cuarto día de vacaciones en Galicia y las cosas han empezado a tomar un extraño cariz. Algunos dirán que es una simple coincidencia, pero no deja de ser sorprendente que en los tres hoteles en los que hemos dormido (Ribadeo, Lugo y Muxía) nos hayan dado la habitación 201. Como queriendo quitarle importancia, Marta dice que parece una situación sacada de una novela de Paul Auster. O de Vila-Matas, apunto yo. Demasiado azar. Decidimos pasar la cuarta noche en Santiago. Tras varias llamadas infructuosas, conseguimos una habitación en un hotel del centro. Dedicamos el día a recorrer la Costa da Morte y llegamos a nuestro destino a las diez de la noche. Sé que parecerá imposible, pero nos dan la 201. Si en las ocasiones anteriores la coincidencia nos hizo reír, ahora la casualidad resulta excesiva. E inquietante. Inventamos una tonta excusa y pedimos otra habitación. Pero -no podía ser de otra forma- ésa es la única que les queda libre. Nos miramos en silencio. Ambos sabemos que no hay otra opción: es tarde, estamos muy cansados y en estas fechas no va a ser tan fácil encontrar otro hotel. Y dormir en el coche está descartado. Aceptamos la 201. Subimos en silencio. Meto la llave en la cerradura y abro la puerta con un escalofrío. Marta aprieta mi mano. Con un rápido movimiento enciendo la luz y miro a ambos lados, esperando que suceda lo inevitable. Pero no ocurre nada. Todo es absolutamente normal. Maldita realidad.
(inédito; aparecerá en mi próximo libro: Distorsiones, todavía en preparación)
CELEBRACIÓN EN FAMILIA
A Carlota, por sus sueños
La fiesta estaba saliendo tan bien que no sabía cómo decirles que no me iba a suicidar. La felicidad se podía leer en los ojos de todos mis familiares, aun cuando eran conscientes de que ese día yo debía morir. Incluso había venido el primo Braulio, como perdonándome lo mal que se lo hice pasar cuando éramos niños. Fotografías, regalos (no para mí, claro, hubiera sido estúpido), abrazos, botellas de champán abriéndose sin cesar. No recuerdo un momento semejante junto a mi familia. Ni siquiera en Navidad. Lamentaba defraudarlos, pero aquel ambiente tan relajado, ver a todo juntos y disfrutando, me hizo cambiar de idea. Al principio lo había tenido claro. Todavía resuenan en mis oídos las palabras del médico: enfermedad incurable, tres meses de vida, dolores insoportables... El suicidio me evitaría la angustia de la cuenta atrás y el sufrimiento físico. Mi familia lo entendió perfectamente. La idea de la fiesta fue de mi padre. Mi madre se encargó de preparar todos los detalles de mi entierro (el ataúd es precioso, hija mía, me dijo feliz). No pude esperar a que acabara la fiesta para decírselo. No me parecía justo. Y como había supuesto, todos se enfadaron. Más aún, empezaron a insultarme (siempre has sido una malcriada, nunca acabas nada de lo que empiezas...). Y de los insultos (las muchas botellas de champán, imagino), pasaron a los golpes. El último me lo dio el primo Braulio, en cuyos ojos me pareció adivinar un leve destello de venganza. Mamá tenía razón: el ataúd es precioso. Y muy cómodo.
(inédito; aparecerá en mi próximo libro: Distorsiones, todavía en preparación)
DAVID ROAS (Barcelona, 1965) es doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, y profesor de dichas disciplinas en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en literatura fantástica, ha publicado, entre otros ensayos, Teorías de la fantástico (2001), Hoffmann en España (2002) y De la maravilla al horror. Los orígenes de lo fantástico en la cultura española (1750-1860) (2006). Como escritor combina asuntos propios de lo fantástico con lo grotesco y lo absurdo, siempre en busca de una distorsión de lo real a medio camino entre lo inquietante y lo burlesco. Hasta ahora ha publicado el libro de microrrelatos Los dichos de un necio (1996), la parodia de novela negra Celuloide sangriento (publicada como folletín en el Diari de Sabadell en 1996) y Horrores cotidianos (2007).