La literatura tiene el don de reinventar ciudades y a menudo la magia de reavivar el pálido fuego de la nostalgia por esos lugares en los que un día nuestros huesos y soledades naufragaron. Leyendo la última novela de José Carlos Llop, París: suite 1940, mi recuerdo ha regresado a París y aquellos días de principios de este siglo que poco a poco se van nublando en la memoria. José Carlos Llop, de la mano del escritor César González Ruano, nos va llevando, con su elegante prosa, por las calles de aquel París ocupado por las tropas nazis durante de la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa vivía inmersa en una de las peores pesadillas de su historia. Una intrigante novela de la noche, de la bohemia y sus cafés, de espías y delatores, de contrabandistas y estafadores en un mercado negro en el que muchos hicieron su agosto en un tiempo tan poco glorioso para la humanidad. Y como escenario siempre París, como una bella y desgarradora canción de Edith Piaf marcando el ritmo de tan sugerente ficción.
Recuerdo que llegué a París a finales de septiembre, cuando los árboles de los bulevares y los jardines aún no se habían vestido con los ropajes amarillos del otoño. Aquel día llovía y la ciudad me pareció la ciudad más triste del mundo. Y como no, la ciudad más hermosa, siempre con la lluvia y su cielo encapotado como fondo de un paisaje impresionista. Antes había estado de paso por París, pero sabía que algún día terminaría habitando durante un tiempo en aquella ciudad que había amado leyendo a escritores como Charles Baudelaire o Guillaume Apollinaire, porque siempre imaginé París como retazos de poemas inspirados en sus calles y sus barrios, y no como una novela total en la que una ciudad tomaba vida y cuerpo, al estilo de Víctor Hugo u Honoré Balzac.
En París me instalé en la Casa de España, en una habitación de uno de sus altos cuatro torreones, y allí pasé casi un año de mi vida. En aquella enorme mansión levantada en medio de la Cité Internationale Universitaire en la segunda década del siglo XX, que había sido requisada por el ejército alemán durante la Ocupación de París en la Segunda Guerra Mundial, llegué con el fin de finiquitar una tesis doctoral que se resistía en mis apacibles y dóciles días por tierras de China. Por la Casa de España en París habían pasado muchos escritores, artistas y científicos españoles, que encontraron allí un refugio intelectual en las turbulencias de sus vidas. Luis Cernuda, María Zambrano, Fernando Arrabal y Leopoldo María Panero, por citar algunos nombres ilustres, habían dado con sus huesos en alguna de aquellas habitaciones, quizás en la mía propia. Cuando llegué a la Casa de España se decía que Fernando Sánchez Dragó era su director, pero por allí, que yo sepa, nunca se le vio la sombra. Y creo que pocos le echaron en falta. Pero, en cambio, si conocí al director de la Casa de México, el escritor Guillermo Sheridan, con el que almorcé alguna que otra vez y era un gusto oír hablarle de Octavio Paz, del que fue amigo muy cercano y su secretario personal.
Desde mi refugio de la Casa de España fui descubriendo París. Quizás fue una de las etapas más solitarias de mi vida, pero creo que París es un mar de multitud de soledades a la deriva, una ciudad para llegar solo y dejarse perder en esa niebla que a menudo cubre sus calles como un velo de seda desde las primeras horas de la mañana. Aunque fueron días duros de estudio y muchas horas diarias de biblioteca, el fin de semana siempre lo tenía reservado para la ciudad y sus calles, sus cafés y sus museos, sus jardines y sus cementerios, y de vez en cuando para sus noches más canallas con luna hechizada ahogándose en las aguas del Sena. Recorrí sus barrios más emblemáticos y literarios con pose de poeta maldito y con el fin de escribir hermosos poemas, pero al final me fui de París sin escribir un solo verso. Y cuando paseaba por las calles entreví a muchos postulantes a poeta como yo, extranjeros y solitarios, parisinos y desarraigados, que deambulaban de un lado para otro e iban explorando cada rincón de la ciudad en busca de un poema que nunca llegaba a materializarse en palabras. Y es que de París ya se ha escrito todo y para reinventar esta ciudad hay que sumergirse en la literatura de otros tiempos que ya nunca más volverán.
De todos los barrios, Montparnasse siempre fue mi preferido. Estaba a un paso de la Cité Internationale Universitaire y desde allí, muchas tardes, a menudo, me acercaba dejándome llevar por la vida alegre de los espaciosos bulevares. En los días de sol me gustaba tomar café en las terrazas del Dôme, la Coupole, el Sélect o la Rotonde, aquellos locales míticos donde tantos escritores habían hecho historia y mataban las horas de la noche ahogados en alcohol y humo de tabaco. En estos cafés me sentaba con la pose de un poeta -al que nunca le llegaba la inspiración- mientras miraba a mi alrededor y creía que todos los que tomaban café en solitario tenían en la cabeza ese poema que les iba a dar la gloria. Luego regresaba a mi habitación de la Casa de España, al caer el día, algo alicaído porque sabía que esa noche tampoco iba a escribir ese gran poema que con tanto ahínco estaba buscando.
Después de más de ocho meses en París, tras un breve paso por Granada, de nuevo regresé a China y terminé viviendo un largo tiempo en Yunnan, tierra de sol incrustada entre las selvas de Vietnam, Laos y Myanmar y las altas montañas tibetanas. Luego terminé mis días chinos en Shanghai y allí me instalé en un barrio que fundaron los franceses a finales del siglo XIX y curiosamente sentí otra vez la presencia de París palpitando con toda su fuerza a mi alrededor. En Shanghai, en ese pequeño París del Extremo Oriente, sí pude escribir aquellas prosas poéticas que en el propio París siempre se resistían. El espíritu de Baudelaire, por fin, me había salido al paso. Y para ello no tuve que adoptar ninguna pose de poeta maldito, sino ser consciente de que la literatura tiene sus propios artificios y el don de reinventar una ciudad a golpe de palabras robadas a la realidad con los guantes blancos de la imaginación.