Cuando la novela juega a disfrazarse de otros géneros con la intención de no ser ninguno, la reacción de algunos editores es la de rechazar los manuscritos en virtud de lo que ellos denominan carencia de tensión en el hilo argumental. Llegan, incluso, a poner en duda que exista la más mínima traza de hilo, argumentando que las tramas no están lo suficientemente hilvanadas como para tejerse ni la más minúscula minifalda. No deja de resultar sorprendente que se trate de buscar una trama, digamos, clásica, a textos que voluntariamente la esquivan, aunque más chocante resulta aun que semejantes varapalos lleguen acompañados de observaciones sobre protagonistas que a los editores se les antojan más cotidianos que dramáticos: aseguran que esos sucedáneos de relato tienen como protagonista a algún individuo que se encuentra metido hasta el cuello en cualquier peripecia ordinaria, rodeado de personajes vulgares, acaso con retazos de caricatura, pero desde luego nada calamitosos, desventurados ni patéticos. Es decir: todo lo contrario al compendio que ellos estiman que debe ser un héroe novelesco.
Apuntemos ya al meollo de la cuestión: el de la naturaleza aparentemente rota de esas novelas rechazadas, el del juego entre realidad y ficción, el de unos personajes que no existen más que en su silencio recreado por un lector no poco impenitente, y el del maridaje de géneros bajo un solo epígrafe. Permítaseme ahora que, velozmente, repase una nómina de autores que han jugado con la intertextualidad, el matrimonio de formas y géneros, y la ruptura de la trama argumental. Hablemos del Javier Cercas de Soldados de Salamina, de Chuck Palahniuk en Fantasmas, del Céline de Fantasía para otra ocasión, del Cortázar de Rayuela y del Nabokov de La verdadera vida de Sebastian Knight, incluso de Saul Bellow en Herzog, el sobrenombre que le dio a Delmore Schwartz para, a través de sus cartas, relatar el declive y el infortunio del escritor americano. Hablemos también de Fernando Vallejo en todas sus novelas, y en particular en El mensajero, su biografía de Porfirio Barba Jacob, en el que el relato de la búsqueda de datos sobre los paraderos y quehaceres diarios del biografiado se convierte, como por arte de magia, en la propia biografía; o de Ricardo Piglia en Respiración artificial y en El último lector, y si se me apura un poco en Crítica y ficción, legibles todas ellas en clave de proto-autobiografía. Y es que dicen que dijo Emerson que en el futuro, es decir, hoy, la novela sería autobiográfica.
Hace un tiempo cayó en mis manos, casi por casualidad, Autobiografías ajenas: Poéticas posteriores, de Antonio Tabucchi. Además de varias secciones dedicadas a la evocación del otro a través de la palabra, es decir, a la naturaleza chamánica o de médium de la literatura (por ser capaz de convocar fantasmas delante del lector), amén de las reflexiones sobre el carácter novelesco de la autobiografía y la naturaleza autobiográfica de la novela, recomiendo encarecidamente la última sección, la que tiene por objeto la novela del propio Tabucchi Se está haciendo cada vez más tarde. Dice Tabucchi que decía Pirandello que lo dramático es el anverso de lo cómico, que es su reverso, pues ambas son cara y cruz de una misma moneda. Según sus apreciaciones, lo dramático, en tanto que sinónimo de lo trágico, no se opone a lo cotidiano, tal y como sugieren los análisis de la nueva hornada de editores clásicos, sino a lo esperpéntico. Es precisamente este asunto lo que me resulta particularmente conflictivo, es decir, el uso que se quiere hacer del término "dramático". Los nuevos editores, que hemos venido en denominar clásicos, pretenden que "dramático" y "clásico" vayan de la mano en la exposición que hacen de su poética de lo novelesco. Sin embargo, ¿en qué canon se señala que la literatura tenga que tener el drama (o la farsa) como objetivo o como escenario exclusivos? ¿Dónde se recoge la normativa que instituya lo dramático como modelo de referencia y de construcción de lo novelesco? La única alusión que conozco al respecto es la de Aristóteles en su Poética (59a17-19), en la que se señala que "en la epopeya, como en las tragedias, se debe estructurar las fábulas de manera dramática". ¿Es esto a lo que se acogen los editores cuando confiesan, y acaso aconsejan, su predilección por lo clásico?
Por los mismos derroteros que los dos anteriores, es decir, Crítica y ficción de Piglia y el capítulo último de Autobiografías ajenas de Tabucchi, transitan asimismo Los testamentos traicionados de Kundera, Entre paréntesis y El gaucho insufrible, ambos volúmenes de Roberto Bolaño, o Trópico de Cáncer de Henry Miller, el gran cajón de sastre literario, en el que se incluye de todo en cualquier momento, venga o no venga a cuento. Pienso también en Enrique Vila-Matas y su Bartleby y compañía, y más aun en Salvador Elizondo y su Farabeuf, o la crónica de un instante, que no es sino el lenguaje que habla del lenguaje con apariencia de contar una historia (en realidad, tan sólo un instante, como reza el subtítulo). Otros anti-clásicos: Robert Musil (El hombre sin atributos), Eduardo Lago (Llámame Brooklyn), Guillermo Cabrera Infante (Tres tristres tigres), Alan Lightman (Los sueños de Einstein), Bret Easton Ellis (en Glamorama, por ejemplo), Félix de Azúa en su Diario de un hombre humillado, en apariencia decimonónica por su formato de diario y por su tono a lo Dostoievski, pero con un pie en el siglo XXI, Blaise Cendrars (Moravagine), Agustín Fernández Mallo (Nocilla Dream), J. G. Ballard (The Atrocity Exhibition), Alasdair Gray (Poor Things, un ejemplo febril de cómo el melodrama trivial de lo cotidiano se torna sorprendentemente trágico, pesado), Abilio Estévez en Inventario secreto de la Habana, colección de retales a medio camino entre la realidad y la ficción, entre la crónica y la fábula, entre el recuerdo y las citas, entre lo actual y lo mítico, o , por fin, la Virginia Woolf de La Sra. Dalloway, en la que no sucede absolutamente nada más que lo que sucede en la cabeza de la narradora, es decir, palabras.
Por si alguien busca una novela cuya trama sea tan sutil que ni siquiera sea palpable, recomiendo la lectura de Alfred y Ginebra de James Schuyler, en la que jamás se llega a una resolución, por inexistente, de un relato que se desarrolla implícitamente en diálogos, entradas de diario, y cuentos que se narran uno a otro los personajes. Éste me trae a la mente otro título, el de las Crónicas de motel de Sam Shepard, acumulación de anotaciones, registros y poemas que, por su lirismo, su lenguaje, sus ambientes y sus motivos tan americanos, darían pie a la película Paris, Texas, a pesar de no tener trama alguna, y ni siquiera hilo conductor detectable a primera vista. También F. Scott Fitzgerald haría algo parecido en La grieta (The Crack-Up), sus legajos reunidos en forma de aparente autobiografía, pero que no es sino una serie de diálogos, entradas de diario, cartas, escenas dramáticas, comentarios sobre literatura, arte y sociedad, todos ellos escritos cuando ya no tenía que complacer a nadie ni a nada, y cuando, paradójicamente, consigió su prosa más firme y distinguida, justo cuando la trama no le exigía ni una línea ni una forma geométrica concreta, cuando su escritura pasó a justificarse por sí misma. Y, por supuesto, no puedo dejar pasar a Laurence Sterne y su Tristram Shandy, el rey del mambo en cuanto a novela anunciada, aplazada y nunca concluida, pues, no en vano, el protagonista del libro, del que se ha prometido relatar su vida y opiniones, no nace hasta el segundo tercio de la novela.
Dejo al margen todos los declaradamente postmodernos, o los que han coqueteado con esta tendencia ya incluida en los manuales de literatura, y que salen hasta de debajo de las piedras (Vollmann, DeLillo, Fairbanks, Coover, Gibson, Federman, Sukenick, Wallace...). Y paro ya, que no se trata de aburrir, sino de ilustrar.
Voy a concluir, abusando a estas alturas de la, seguramente, delgada paciencia del lector, con unas meditaciones a propósito de Bajo el signo de Marte de Fritz Zorn, el relato de un hombre de treinta y dos años enfermo de cáncer y que se sabe abocado a una muerte temprana. El editor del texto, en un extenso Prólogo, quiere presentarnos el caso de Zorn como una tragedia. Sin embargo, en sí, el acontecimiento principal, la enfermedad de un pequeñoburgués al borde del sueño eterno, es trágico en tanto que el protagonista del drama, según la dramaturgia clásica, fallece al final del mismo, pero no en cuanto hecho exclusivo y único ni por ser ésta una situación desamparada. El cáncer de este individuo, del tal Fritz Zorn, no es distinto ni más patético que el de miles de sujetos atacados por el mismo mal: lo que lo hace genuinamente distintivo es el tratamiento que del mismo hace su narrador, el hecho mismo de narrarlo, y la consumación meditativa que le instila en sus propios textos adjuntos que conforman las segunda y tercera partes del volumen. Resulta, en fin, lamentable que esta nueva hornada de editores defensores de la tradición clásica, se opongan a lo que hace que esa misma tradición florezca: respetarla para contrariarla. ¿No se percatan de sus juicios encierran una contradicción desmesurada? ¿No es, además, el mismo criterio que se aplica a las novelas para adolescentes: que traten de algún tema? ¿No es contravenir, en fin, el fundamento mismo del arte narrativo, que no es otro sino el de hacer que el lenguaje se desperece, bostece un par de veces, haga crujir los nudillos y se ponga a trabajar picando, arañando, raspando y triturándose a sí mismo?