La independencia es una cuestión muy natural que todo el mundo anhela, ya sea porque la vida así es tanto más intensa como para no coartar o limitar sus propios movimientos y expandir su libertad. Al joven, resultándole insufrible el que sus progenitores velen con tal celo por él, llega a serle opresivo el ambiente doméstico, prefiriendo la incomodidad de un departamento diminuto y la antipatía del «hágaselo usted mismo» a tenerlo todo resuelto pero que permanentemente le estén cortando las alas.
Esto, que en la vida ordinaria es lógico, es, sin embargo, lo más antinatural en lo político, especialmente cuando afecta a la división de un país ya existente. Todo hace pensar que el país mismo, al dividirse, pierde fuerza, prestigio y potencia. Es, por hacer un símil, como si uno habitara una mansión y se quisiera recluir en una habitación menuda. Cuestión que, contra toda lógica, a veces es impuesta por la comunidad internacional a la fuerza, como en el caso de Kosovo. El País Vasco -y hasta puede ser que otras actuales autonomías- quieren hollar esta senda. Es una pena, especialmente después de tan larga andadura juntos, que podamos terminar como tres por cuatro calles, porque la madre, España, no entiende la inquietud de su/s jovenzuelo/s.
Nunca fue amiga España de estas licencias (ahí está la Historia ), y aun en el mundo es cosa rara. Lo acaecido con la antigua Checoslovaquia, que derivó sin conflictos mayores en la República Checa y la Eslovaca, no es más que una excepción que viene a confirmar la regla. Todo hace presumir que, si se continúa en esta senda, será un suceso doloroso y extremadamente traumático para todos; sin embargo, el jovenzuelo parece empecinado en su libertad y la madre en evitarla a todo trance, por imperativo constitucional. Todo esto resulta particularmente difícil de entender en una modernidad que propende al aunamiento nacional en macronaciones. Es como caminar hacia atrás, cual si algunos desearan establecerse en un pasado revisado o actualizado, y desde ahí comenzar su andadura hacia delante; pero, en cualquier caso, sería interesante una reflexión desapasionada. Si esta situación explosiva convulsiona y enardece los ánimos de las clases políticas, no así sucede entre la gente de a pie, quienes se reparten entre la comprensión y la frontal oposición, aunque pocos son quienes se manifiestan dispuestos a asumir no la teoría, sino la certeza de la muerte propia y de los suyos por sostener la realidad de una patria unificada o separada a sangre y fuego.
En la actual tesitura las patrias poco le dicen o importan a Juan Pueblo, tal vez porque están siendo absorbidas por entes mucho mayores e impersonalizados, o quizás porque él se siente ninguneado en sus propio país. A la vista está que estos no son tiempos de patrias, sino de dinero, negocio y poder. Otros males absorben los desvelos, según parece, de Juan Pueblo, como el mileurismo o el euríbor. Sobrevivir, que no llueva sobre la cabeza o llegar a final de mes es la patria más próxima. Incluso no falta quién argumenta que España no suele portarse muy allá con sus hijos, y, desde la óptica de un trabajador medio (que suelen ser los que ponen la sangre para que los políticos alcancen el Nirvana), su buena razón no le falta: es el último orejón del tarro.
Se impone una reflexión serena y profunda. ¿Qué es la patria?... El país en el que muchos creyeron y por el que trabajaron, lucharon y sangraron o murieron no se parece demasiado a éste que les ignora, frustra y combate. La política o los intereses de partido les han sobrepasado, reduciéndoles a sus propios restos. Fueron buenos cuando hubo que sufrir, pero cuando llegaron los buenos tiempos se olvidó la patria de ellos, arrinconándoles y negándoles futuro a sus hijos al tiempo que cercaban la realidad en un orden de bramas y parias, pues que las ganancias sólo cayeron de un lado y las pérdidas del otro, y los grandilocuentes horizontes constitucionales que garantizan sus derechos a la vivienda, el trabajo, la sanidad, la justicia y la educación, lejos de ensancharse, se han visto cada día más distantes. Y eso, por no considerar que Juan Pueblo ha sido desplazado por cualquiera que llegara a sus costas, a quienes la patria misma ha puesto delante: se olvidó de quienes tal vez tengan que ir forzados a sostenerla.
Tan grave es la situación que no pocos españoles piensan en la emigración..., si la cosa se pone fea. No serán nadie allí y el mundo seguirá manifestándose injusto, pero será la justicia de otros, la política de otros, no la propia, la que les reduzca a la nada, y en esa misma proporción dolerá menos. A lo mejor todo esto sucede porque se ha encumbrado al más vivo y no al más capaz. La madre se olvidó de casi todos sus hijos para favorecer a los de la vecina, haciéndoles sentir a los propios extraños en su propia casa, ignorados o nada más que utilizados para engordar los bolsillos o la patria de quienes, contra ellos y de ella, tanto se gozan.